jueves, 24 de junio de 2010

La lluvia no es el problema

Ayer llovió. No un aguacero de esos que a veces caen como si se fuera a acabar el mundo. Sólo llovió. Comenzó como un calabobos que, de cuando en cuando, se crecía arreciando levemente, para luego, mitigada la bravuconada, regresar a su condición inicial.
Me encantan los días de lluvia. Hay ciudades que se tornan aún más bellas los días de lluvia. San Sebastián o Pamplona, por ejemplo. Los edificios cobran un nuevo brillo y color a través de las gotas de agua y se pueden descubrir infinidad de variedades del verde en los jardines mojados. Valencia, sin embargo, no. Cuando llueve, Valencia se convierte en una ciudad gris y apagada. Claro, que en cuanto caen cuatro gotas los valencianos salen a las calles abriendo sus multicolores paraguas en un vano intento de atraer al sol con su luz y color característicos de esta tierra.
Ayer llovió. Me encantan los días de lluvia. Me invade una felicidad primitiva cuando llueve: el olor a tierra mojada, las gotas resbalando por mi cara.... las gentes embozadas como si cayeran témpanos, parapetadas tras unos paraguas que empuñan cual extrañas lanzas de ocho puntas contra los ojos (vengan desde donde vengan, no podrán escapar) de los incautos transeúntes como yo, que caminamos sin paraguas para sentir el agua sobre nuestras cabezas y que tenemos una estatura superior a la media (que nos den, para qué hemos crecido tanto).
En uno de los momentos bravucones de la lluvia, caminaba yo refugiada por el voladizo de los edificios cuando un caballero andante enfiló hacia mí, esgrimiendo su lanza -digo paraguas- y bajando la mirada a falta de visera. Mi primera intención fue la de mantener mi posición cual soldado de infantería. A ver, yo caminaba por la acera de la derecha según la dirección de los coches, es decir, que no podía comprobar si había riesgo de que me atropellaran si no giraba la cabeza, mientras que él sólo tenía que levantar la vista para saberlo, además, yo no llevaba paraguas y él sí, así que, para qué diablos necesitaba él el voladizo... Pero claro, su aspecto amenazador y el extraño apego que yo siento por mis ojos me hizo girar la cabeza y, tras comprobar que no había más peligro que el que venía por delante, me apeé de la acera cediéndole el sitio a tan gentil caballero.
Poco después me detuve en un semáforo. Lamentablemente no era el único peatón, así que me pasé los aproximadamente dos minutos que tardó en cambiar el color esquivando varillas puntiagudas. Es curioso, si charlan, gesticulan también con la mano del paraguas con lo que ese arma letal se mueve sin control y no hay forma humana de saber por dónde te sacará el ojo; y si van solos se dedican a pasar el tiempo que dura el semáforo en rojo haciendo girar el paraguas como si se tratase de una mezcla de bayoneta y metralleta. No hay forma de escapar. Sólo puedes caminar protegiéndote los ojos con las manos y ver el mundo a través del estrecho espacio que abres entre los dedos. Porque no se te ocurra tocar un paraguas para evitar el contacto: cien miradas furiosas se clavarán sobre ti exigiéndote disculpas por tamaño atrevimiento y, claro, cómo no presentarlas, si las miradas van acompañadas de esas curiosas armas...
¡Qué hermosos son los días de lluvia! ¿no?

1 comentario:

  1. Hola Guapis:
    Que visión tienes de las cosas tan inapreciables por algunas personas y para ti tan profundas, me encanta tu forma de expresarte y por eso creo que eres autentica.
    Y entrando en el fondo del asunto cuanta verdad dices en el texto y que complicado es ir por la calle cuando esta lloviendo, creo que la gente por lo menos aqui en Valencia, no estamos acostumbrados a tanta lluvia y no podemos sentirnos felices por ello, sino poner cara de amargados e intentar fastidiar a los demás.
    Bueno ya hablamos guapis
    Un besito.

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