lunes, 20 de septiembre de 2010

Hábitos saludables

Lunes 8:10 a.m.
Despierto a mi hijo. Sonríe mientras me da los buenos días y se levanta de la cama. Sonrío. Es buen augurio. Se levanta de buen humor y rápido. Parece que la mañana irá bien. Toco madera. De repente, mientras se pone la camiseta, recuerda la clase que tuvo el viernes y comienza a contármela. La asignatura que antes se llamaba Alternativa a la Religión y ahora Atención Educativa es sobre la que versa su charla. Me comenta que le han explicado que el desayuno es la comida más importante del día y que si no desayunan bien, no tendrán fuerzas para rendir en el colegio. A medida que avanza en su discurso, éste se va transformando en una arenga y en el enfervorizado discurso de quien pretende ganar acólitos, todo ello mientras detalla los ingredientes del desayuno ideal que, por supuesto, él debía empezar a tomar hoy mismo y yo preparar. Yo escucho en silencio haciendo uso de las artes aprendidas a lo largo de mis muchos años en un colegio de monjas en el que nos predicaban sobre el espíritu crítico sin darse cuenta de que podía ser usado en doble dirección y que yo aprendí, tras la primera bofetada, que en la dirección contraria a la establecida por las monjas se podía hacer uso del espíritu crítico sólo en el pensamiento. Es decir, que le escucho con cara de póquer, fingiendo estar absolutamente de acuerdo con las palabras que han grabado en su tierna cabecita mientras, en silencio me pregunto cómo diantres va a caber tan pantagruélico desayuno en su estómago de 6 años, y, sobre todo, cómo diantres va a almorzar un bocadillo apenas hora y media después de haber ingerido un tazón de leche, dos tostadas de pan con mantequilla, queso fresco con miel y un zumo de frutas recién exprimidas. ¡Dios mío, me tenía que haber levantado dos horas antes para poder tenerlo todo preparado a tiempo!

Lunes 8:20 a.m.
Mi hijo, mientras prepara la mesa para el desayuno, insiste en todos y cada uno de los ingredientes de tan importante comida y se saca cuchillo y tenedor. Yo me atrevo a comentarle que a él no le suele apetecer tanta comida de buena mañana (eufemismo por "te sienta mal comer tanto tan pronto"), pero él, con la lección bien aprendida (no hay nada como predicar desde un púlpito, estrado o ante a una pizarra para que a todo lo predicado se le diga amén), insiste en la inminente falta de fuerzas que le sobrevendrá caso de desobedecer y no atiborrarse a comida. Me rindo. No tiene sentido iniciar tan temprano una discusión filosófica que sólo acabará cuando la experiencia demuestre o no las bondades del susodicho desayuno. Así que dedico mis esfuerzos a negociar con él los ingredientes argumentando que, al no haber sido preavisada con la suficiente antelación, no los hemos comprado. Cuela, gracias nevera por ser tan alta. La negociación concluye con el tazón de leche y cereales. Le pongo pocos y tampoco protesta. Si conoceré yo su cuerpo serrano...

Lunes 8:30 a.m.
Finaliza el desayuno e inicia tareas de higiene personal. Bueno, no van mal las cosas. No hemos perdido mucho tiempo.

Lunes 8:40 a.m.
Preparados para salir hacia el cole. ¡Objetivo conseguido! Hoy llegamos sin prisas ni estrés. Mientras abro la puerta de casa para salir, oigo un ruido lamentablemente conocido tras de mí. Me giro y no sé por qué, no me sorprende lo que veo: a mi hijo vomitando el desayuno en mitad del recibidor. Cierro la puerta, cuento hasta diez mientras le aparto, lo meto en el baño más cercano y le digo con toda la calma que puedo que se quite toda la ropa. Voy a la cocina, lleno un cubo de agua, cojo el mocho, limpio el desastre, corro a su cuarto, cojo ropa limpia, le lavo, le ayudo a vestirse para ir más deprisa. Le envío a lavarse los dientes de nuevo mientras yo lavo la ropa y las zapatillas. Me cambio yo de ropa y me lavo. Y le digo que para él no es bueno desayunar tanto tan temprano. Él insiste tímidamente en que es lo que le han dicho. Yo replico que si esa persona le conoce a él personalmente, si sabe de sus tolerancias y costumbres, si le levanta cada mañana. Claro, no. Pues qué bien está ella tranquilamente esperando a que lleguen los alumnos a clase mientras yo me dedico a deshacer a toda prisa el entuerto en que me ha metido con su bienintencionada pero ignorante recomendación.

Lunes 8:55 a.m.
A la mierda la tranquilidad y las buenas intenciones del primer día de la semana. En estos momentos ya no puede ser considerado es-tres, hemos alcanzado el es-veinte porque estamos saliendo ahora de casa y hay que llegar al cole antes de 5 minutos porque a las nueve en punto cierran. Vísteme despacio que tengo prisa. Todos los semáforos en rojo. Coches lentos por doquier. Transeúntes parsimoniosos. Mamá, ¿me cuentas un cuento? Sí cariño, claro ¿el de María Sarmiento va bien? Porque es el único que me viene a la mente en este momento.

Lunes 9:01 a.m.
La calle cortada por entrada de niños al colegio. Abandono el coche en el primer lugar que puedo. Salgo cual gacela a la que le va la vida en la carrera. Cargo al niño en brazos con mochilón incluido. Llego a la puerta 9:02. Cerrada. Llamo, acude el conserje y me regaña por llegar tarde. Tomo aire, él no tiene la culpa. Pido hablar con la profesora que me recibe, menos mal, sonriente. Le explico el motivo de la tardanza, sonríe y me dice: Sí, es que estamos inculcándoles hábitos saludables.

¿Saludables? ¿Para quién? Él ha vomitado y en estos momentos ambos estamos a punto del infarto... ¿Saludables? Pero por el amor de Dios que estamos en España, que aquí toda la vida de Dios ha habido gente que ha desayunado ligero, ha parado para un buen almuerzo (de hecho los niños tienen recreo donde toman un bocadillo), después ha vuelto a parar para degustar una suculenta comida (en ocasiones de un solo pero completísimo plato, léase lentejas, fabada o arroz al horno, vaya que no es necesario comer siempre dos platos más ensalada) y luego, si son niños, merienda y si no, una cena ligera antes de dormir. Y oye, que hemos sobrevivido durante generaciones sin niguna malformación. Que esto de las modas es muy peligroso y no se pueden cambiar los hábitos de la noche a la mañana sin un motivo serio y menos sin tener en cuenta las peculiaridades personales, que por mucho que quieran somos individuos diferenciados, no clones. ¿No se educaba en la tolerancia? Pues tolérennos a los diferentes, coñe, y no nos obliguen a ser como no se sabe quién ni por qué, desea que seamos.

Lunes 9:10 a.m.
Regreso al coche. Me encierro en él y respiro hondo varias veces para volver a la normalidad antes de iniciar el trayecto para mi trabajo al que he de llegar antes de las 9:30 y en el que hoy me espera un día horribilis.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Víctimas del sistema

Tengo, desde hace mucho tiempo, una teoría: el sistema sólo quiere mediocres -o de mediocres para abajo, como se quiera-.
Hace ya mucho tiempo que nuestro sistema educativo, en aras de la universalización de la enseñanza, causa absolutamente loable y necesaria, optó por bajar el nivel de exigencia argumentando que, de esa forma, todos, tuvieran los estímulos que tuvieran, podrían acceder a unos contenidos mínimos y obligatorios. Lo que no encontraron, quizá porque no buscaron bien debido, en mi opinión, a la falta de interés, es la fórmula para que aquellos alumnos más avanzados o más capacitados pudieran aprovechar el tiempo empleado en su formación de manera acorde a sus posibilidades, con lo que, a la larga, la sociedad entera se beneficiaría.
El problema se agravó a medida que ampliábamos nuestro concepto de "enseñanza obligatoria" y creímos que todo el mundo debía acceder al BUP porque si uno hacía FP era inmediatamente considerado ciudadano con bajo coeficiente intelectual. Más tarde, se hizo necesario que todos los estudiantes cursaran una carrera universitaria, no fuera a ser que se dudase de su capacidad intelectual...
Pero, francamente, ni todo el mundo está capacitado para realizar estudios superiores (ya sé que lo que digo es políticamente incorrecto pero me da igual), ni todo el mundo está capacitado para reparar un coche, por poner un ejemplo. Y, desde luego, se ha hecho más que evidente desde hace lustros, que nuestro mercado laboral es incapaz de absorber tanto universitario como tenemos.
Y si mezclamos sistema educativo con el factor económico… el resultado es: lo que tenemos. Me explico: por un lado tenemos colegios privados que, lejos de buscar la excelencia en cuanto a nivel académico de sus alumnos, pretenden engrosar las carteras de los dueños y, pintándolo más o menos bonito (en cuanto a gustos no hay nada escrito), atraen a alumnos –y padres- que hacen suyo el dicho de “el cliente tiene razón” y “yo pago para que me aprueben”. Este tipo de institución académica lamentablemente la podemos encontrar en cualquier nivel de enseñanza, desde Educación Primaria hasta la Universidad. Y lo peor es que las entidades públicas encargadas de velar por el cumplimiento de la legislación hacen la vista gorda porque mientras haya gente que libremente acude a esos centros, se dispersará la población en edad estudiantil y, por tanto, no se verán en la obligación absoluta de dedicar fondos a construir y dotar de material a los centros públicos. Y por otro lado, al menos en el ámbito universitario, dado que hay tanta competencia entre Universidades, porque la sociedad que permite que sus jóvenes sean lo suficientemente maduros para salir con quien y hasta cuando deseen, no considera que sean lo suficientemente maduros para salir de casa antes de los treintaytantos y por tanto exige que en cada esquina haya una universidad para que los nenes no se tengan que desplazar, decía que, como hay tanta competencia y reciben fondos públicos en función del número de alumnos, también han ido abandonando la política de la búsqueda del prestigio que, francamente, en una sociedad del mínimo esfuerzo para el máximo rendimiento como es la nuestra, no tiene futuro, por la política de captar alumnos que deseen acabar con un título sin demasiado esfuerzo.
Con todo, tenemos un país con un número increíble de titulados universitarios que permite a los políticos empavonarse con la frasecita de que nunca nuestros jóvenes han estado tan preparados, como si la obtención de un título fuera hoy en día garantía de buena preparación, pero con un analfabetismo funcional que es más que preocupante y un nivel cultural que asusta.
Pero nada de esto es fortuito. Mi teoría es que estaba perfectamente planeado desde hace mucho, mucho tiempo, como en los cuentos.
Y es que al sistema no le interesan los mejores. No quiere formar intelectuales que se conviertan en gente con criterio (también llamados vulgarmente “moscas cojoneras”) que pongan en tela de juicio las actuaciones de quienes mandan o gobiernan, que no permitan semejantes tejemanejes y sobre todo, ya que estamos con la ley del mínimo esfuerzo, que les pongan en entredicho o les obliguen a cultivarse.
Y así, el fracaso escolar en gente con un coeficiente intelectual alto es impresionante y se debe al aburrimiento. Lo realmente peligroso es que, como los chavales son inteligentes y les dejan demasiado tiempo para pensar y muy poco aliciente para pensar en algo productivo, se dedican a pensar maldades y molestar en clase a los pobres mediocres.
Algunos logran escapar, con sangre, sudor y lágrimas de tan indeseable destino y logran finalizar estudios superiores destacando siempre por unos excelentes resultados académicos. De estos conozco unos cuantos, pero me referiré a dos de ellos. Sin embargo, y una vez finalizada con sobresaliente éxito su formación, se encuentran las puertas laborales cerradas –o entreabiertas, que no sé qué es peor, porque se les exprime al máximo por nada-. Si todo fuera como debe ser, esto no resultaría un problema, porque, por lógica, los talentos deberían quedarse en el ámbito universitario (centros de saber) para que siguieran investigando y analizando para que nuestra vida de simples mortales fuera cada vez un poco mejor. Pero tampoco es así. Porque nuestras Universidades cuentan con pocos fondos para la investigación y por tanto ni siquiera pueden pagarles un sueldo digno para que se queden. Y los mejores, nuestros mejores, de los que deberíamos sentirnos orgullosos porque son nuestros aunque no ganen copas del mundo, se ven abocados a la nada y la frustración.
Y no hay derecho. No es justo que a los mejores se les reserve el peor de los futuros. Yo sí estoy orgullosa de ellos y exijo que se les coloque en el lugar que merecen y que tengan acceso a una vida digna, como la de cualquier otro ser humano.