viernes, 20 de mayo de 2011

Nueva maternidad

Yo sabía que uno de mis hijos nacería en el lugar donde las montañas desembocan en el mar. Por eso, cuando se produjo la llamada, me limité a sonreír.
Dicen que no hay dos embarazos –ni dos partos- iguales. Tampoco hay dos adopciones iguales. Esta vez la llamada fue sólo para preguntar si podían enviar el expediente a aquel lugar. Yo ya sabía que era mi hijo, daba igual cuántos trámites más hubiera que pasar, cada noche, durante aquellos dos largos meses, cerraba los ojos pensando: “Una noche más que mi niño pasa fuera de casa”.
Tan cerca y a la vez tan lejos...
No hubo temor, no hubo lágrimas, no hubo dolor ni desgarro. Sólo nervios. Muchos nervios y ansiedad. Una impaciencia creciente que uno trata en vano de refrenar, de sosegar.
Hubo otra llamada para concertar una entrevista. Y tuvimos que viajar con el corazón en un puño para que Vetusta nos examinara. Cada paso nos acercaba a nuestro hijo, pero la espera se hacía por momentos insoportable. Y el miedo, la alegría y el convencimiento de que lo que hubiera de ser, sería, nos acompañó durante aquel viaje relámpago a la ciudad verde y gris.
Regresamos con una sonrisa en los labios que borraba la fatiga. El paisaje era agreste, pero sus gentes, dulces y suaves.
La impaciencia se apoderaba de nosotros: ¿seríamos los elegidos para ser los padres? Mi niño, mi nenín, tan chiquito y ajeno mientras se decidía su futuro...
Y al final fue cierto: nuestro hijo llegó de donde las montañas desembocan en el mar. El teléfono volvió a sonar para que descansáramos ese fin de semana. Después se sucedieron las llamadas: trámites, fotografías, una carta, una historia compartida..., nada que no imagináramos. Luego, su sonrisa en un papel, esa risa contagiosa que ha llenado nuestra casa. La sonrisa en los ojos de nuestro hijo mayor, nuestra mirada iluminada, el deseo de fundirnos en un abrazo.
Y fuimos a por él cuando el verde de las montañas se tiñó de blanco. Viajamos tres y volvimos cuatro.
Sus ojos, su ternura, su sonrisa, el sonido de las risas de los hermanos jugando juntos por primera vez, su candidez durmiendo en mis brazos, el soniquete repetido de esa canción infantil con la que nos unimos, la mirada entre tierna y orgullosa de su padre… cierro los ojos y lo revivo con la misma mezcla de nitidez y bruma con que lo viví. Así se grabó en mi corazón.
Fuera, Vetusta lloraba a ratos y a ratos sonreía con un sol aguado al vernos juntos por fin.
Todo fue más rápido de lo previsto porque nuestro hijo, nuestros hijos, hicieron fácil lo difícil, o lo que los adultos suponíamos difícil. Así que abandonamos pronto aquella hermosa tierra con la firme promesa de regresar a ella en cuanto fuera posible.
Y Vetusta lloró por la pérdida de uno de sus hijos pero nuestra tierra nos recibió desplegando todo su sol, su luz y su calor, como si el otoño cediese su sitio a la primavera.
Ahora, en casa, se conjuntan la fuerza del mar contra las montañas con la suavidad de la orilla lamiendo la playa… Es precioso.