miércoles, 3 de agosto de 2011

Churras y Merinas

Que soy una defensora de causas perdidas, lo sé desde pequeña, desde que descubrí que, en las películas de indios y vaqueros, jamás ganaban los indios. Así que de antemano sabía que ésta iba a ser una batalla perdida. O no, ¿quién sabe? En esta vida que bambolea según las modas, todo es cuestión de tiempo y dado que tengo intención de que la muerte de Matusalén sea considerada prematura, tiempo es lo que me sobra… Además, qué leches, que me gusta batallar.
Bueno, al grano, cuando yo iba a la escuela, hace relativamente poco tiempo aunque parezca una eternidad si tenemos en cuenta que en este intervalo los políticos, en un sano y legítimo intento de empeorar las cosas, han llevado a cabo varias reformas educativas y que pedagogos, psicólogos, sociólogos y demás estudiosos han instaurado y desinstaurado varias modas en este corto lapso, en el boletín de notas había una columna para las calificaciones obtenidas en el área cognitiva y otra columna para las obtenidas en el área actitudinal. Es decir, que por un lado se evaluaban los conocimientos y por otro el comportamiento en clase.
Sin embargo, la primera vez que tuve yo que evaluar a otros, fui apercibida de que debía subir la nota, dejándola en un 9, a una santificable alumna que había sacado un 3’5 en el examen, porque era muy buena muchacha y se esforzaba mucho. Me negué aduciendo que yo no estaba cualificada para evaluar bondades ni cantidad de esfuerzo, sólo conocimientos en Lengua Española, que, por cierto, es como se llamaba la asignatura, no Puertas del Cielo, y que en Lengua Española, la susodicha muchacha, de la que no dudo que sea merecedora del honor de entrar en el cielo por la puerta grande, había demostrado saber sólo un 35% de lo explicado en clase. Obviamente, por obstinada y reincidente, fui dada de baja en la empresa-colegio al finalizar mi mísero contrato basura.
Tres años más tarde, daba yo clase a futuros maestros y, como fuera que esa moda continuaba en vigor y empezaban a llegarme las consecuencias de tan peregrina práctica, me empeciné en explicar a mis alumnos que ellos aspiraban a ser maestros (y ésa es la formación que estaban recibiendo), no a sucesor de San Pedro y, por tanto, debían evaluar lo más objetivamente posible los contenidos que exigía la ley que supiesen los alumnos, porque, de lo contrario, nos seguiríamos encontrando con universitarios de los que no dudo de su capacidad de esfuerzo o de su intrínseca bondad, pero cuya capacitación para haber accedido al mundo universitario y mucho menos para obtener un título era más que deficiente. Sé que esto, de nuevo, no es políticamente correcto, pero a las pruebas me remito y si no me creen revisen los informes sobre nivel educativo y los reportajes de los telediarios y otros programas que periódicamente sacan los micrófonos a la calle a preguntar por cuestiones de cultura general entre las que se incluye la ortografía…
Vano intento el mío. La moda está condenada a perpetuarse por exigencias del guión ya que aquellos aspirantes a maestros que llegaron a serlo gracias a su carácter afable, a demostrar que se esforzaban (lo hicieran o no) o a empatizar con los profesores, hoy lo son ya; y de donde no hay, no se puede sacar…
Así que lejos quedó el intento de lograr la objetivización, de erradicar la sempiterna excusa de “me han suspendido porque el profesor me tiene manía” porque ahora resulta que puede ser cierta. Sí, como lo leen. Hasta ahora yo siempre me había topado con aprobados por su bondad, pero este camino tiene doble sentido: el del aprobado fácil y el del suspenso injusto. Acabo de comprobar cómo a un niño de seis años, mi hijo, los 9’25, 9’5, 9’75 y 10 que ha sacado en los exámenes que hemos visto se han convertido en NOTABLE en la hoja de calificaciones, debido a no haber caído en gracia. Y eso en las asignaturas de que tenemos noticia o que son objetivables, porque no puedo imaginar cómo ha sido evaluado en Ed. Artística por alguien que, dicho sea de paso, no sabe escribir sin cometer faltas de ortografía y que ha sido incapaz de exponer sus criterios evaluativos.
Así que sí, ténganlo en cuenta, padres presentes y futuros, nunca fue más cierto el refrán de “A perro flaco, todo son pulgas”, porque si su hijo no cae bien al profesor, si es víctima de acoso escolar, si tiene algún problema, si es tímido, no es guapo, se aburre en clase, etc., pero le gusta estudiar y aprender, pónganse a temblar, porque, en un sano y legítimo intento de convertir a todos en bondadosos asnos, los profesores le bajarán la nota hasta que su autoestima se resienta y, o aprende a disimular y a caer bien, o abandona los estudios.
Y, por favor, si, por uno de esos misterios de la vida, ustedes tienen un nivel cultural alto a pesar del sistema educativo, nunca, nunca, enseñen a escribir bien a sus hijos, ni les transmitan conocimientos, porque entonces, la manía del profesor les estará asegurada. Si ya lo han hecho, corran, contraten a un psicólogo que enseñe habilidades sociales a su hijo para que aprenda lo único que es importante en el colegio desde que se mezclan churras con merinas: aparentar que se es bondadoso y fingir que uno se está esforzando mucho.