viernes, 30 de noviembre de 2012

El otro también es un ser humano


Vaya por delante que entiendo que para ejercer ciertas profesiones sin caer en una profunda depresión uno debe distanciarse del otro y que sé perfectamente qué es un argot, pero tanto la distancia como el lenguaje deben estar sometidos al respeto y por tanto debemos exigirlo. Fíjense que no pretendo la empatía, sino sólo el respeto.

Comenzaré por poner un ejemplo que creo que, precisamente por resultar muy bestia, puede ser muy clarificador:

En una situación de guerra mi enemigo es eso: mi enemigo. Y es lógico que si nos encontramos, todo se reduzca a un o tú o yo. De manera que no pretendo que antes de matarme se pare a pensar en si tengo o no hijos que alimentar, padres a los que cuidar o pareja a la que amar. No pretendo que analice si la causa por la que estamos enfrentados vale realmente la pena o no, no le pido que me mire a los ojos y decida dejarme vivir. No, le pido que si ha de matarme, lo haga, pero con respeto. Que no me torture, ni me viole ni arrastre mi cadáver o lo pisotee, porque eso sólo le convertirá en un ser miserable.

Dicho esto, sigo con otras profesiones:

Entiendo que para algunos sólo seamos números y que no quieran ver al ser que tiene asignado ese número para que las circunstancias que rodean a cada persona no alteren su misión. Pero si has decidido que yo sea una más de tantas víctimas económicas de esta guerra, no insultes mi inteligencia con explicaciones que no hay quien se crea, ni me restriegues por la cara tu larga y esplendorosa vida mientras me das el tiro de gracia para acabar con la mía; no me quites la palabra ni me prohíbas la queja porque lo único que me queda es el derecho al pataleo. Teniendo en cuenta que la atalaya en la que estás subido y desde la que ni siquiera logras verme está cimentada sobre los cuerpos de miles de seres como yo, negar la evidencia sólo te hace resultar patético.

Si soy atendida por algún tipo de personal sanitario, no espero que empaticen conmigo y mi enfermedad y me digan algo así como “¡pobrecita mía, con lo malita que está y lo poquito que se queja!”, ni que me den la mano para aliviar mi mal. Pretendo que comiencen por presentarse para que yo sepa si me está atendiendo un médico, un enfermero, un auxiliar o un celador; pretendo que me miren y me escuchen, que crean lo que les cuento y no me prejuzguen; pretendo que me expliquen qué creen que tengo con palabras que pueda entender y qué tengo que hacer para curarme, si es que me puedo curar, y si no saben qué tengo, que me lo digan, porque nadie es omnisciente y puedo comprenderlo; pretendo que sean profesionales y hagan bien su labor; pretendo que me hablen con respeto porque yo soy una persona, no un cuerpo sobre el que elucubrar. Y no, señores que dicen tener un título, no soy una desquiciada, soy una mujer que puedo o no tener problemas que alteren mi conducta; no soy un borracho, soy alguien que ha bebido demasiado y necesita atención sanitaria; y, sobre todo, no soy “esto”. Soy una persona que se ha muerto y que tiene familia que llorará su ausencia. Cosificarme no le convierte a usted en más capaz de soportar los envites de su profesión, le convierte en alguien despreciable.

jueves, 27 de septiembre de 2012

HISTORIAS DE VERANO (III)

Hoy me he acordado de algo que pasó también en aquellas vacaciones de hace cinco años. Tras las lágrimas derramadas por la mañana al descubrir lo que habían hecho con el bosque de mi adolescencia, la tarde vino repleta de sonoras carcajadas. Éste es un mundo de contrastes y nadie sabe qué le espera a la vuelta de la esquina.
No teníamos pensado ir a esa localidad: Ribadavia. Llegamos allí porque nos lo recomendó la amable chica de la oficina de turismo del pueblo de mi adolescencia, justo antes de que mi gozo se hundiera en un pozo. Cambiamos, pues, la ruta prevista y nos acercamos a ese pequeño municipio de calles medievales y se supone que apasionante historia. Un lugar nuevo, virgen de recuerdos. Aparcamos y nos encaminamos hacia la oficina de turismo. Otra pareja se nos adelantó y les atendió una amable mujer que parecía conocer muy bien su oficio y la población. Al cabo de un tiempo indefinido entre los 10 minutos y el cuarto de hora, una jovencita que parecía recién salida del instituto aunque debía bordear la veintena tuvo a bien dejar de lado la observación de los gambusinos alojados en la nada y atendernos. ¡Vaya, qué mala suerte! No tenía demasiadas ganas y se le notó en la parca información que nos ofreció y que se limitó a un plano del pueblo donde, explicó, estaban indicados los lugares de interés. Yo acababa de escuchar cómo a la otra pareja les comentaban que había una visita guiada esa misma tarde, así que directamente le pregunté si no había visitas guiadas. Asintió de no muy buena gana y nos avisó de que comenzaba en 10 minutos y de que valía la "despreciable" cantidad de 3 euros por barba que pagamos religiosamente con la intención de que nos acompañaran en nuestra visita y nos explicaran todo aquello que debíamos saber y ver de la población.
Diez minutos más tarde, nos juntamos con otras ocho personas en el lugar de encuentro y con... tachín, tachán, la incalificable señorita que nos había ¿atendido? y cobrado los 6 euros que, por si alguien lo ha olvidado, son 1000 de las antiguas pesetas, usease, una pasta. "¡Vaya, qué mala suerte!" -volví a pensar-.
La muchachita en cuestión decidió de motu propio tutearnos sin importarle lo más mínimo la edad, más que avanzada, de algunos de los turistas a los que se disponía a ¿guiar? Se presentó y nos autorizó para plantearle cuantas preguntas quisiéramos formularle y nosotros, ingenuos, la creímos.
Comenzó a caminar sin encomendarse a dios ni al diablo, ni dignarse siquiera a hacernos una seña para que la siguiésemos, pero decidimos hacerlo cual ovejitas mansas que siguen al pastor. El silencio señoreaba en el grupo. Tres calles más abajo y algo cabreada decidí romperlo con uno de mis irónicos comentarios: "¡Uy, qué balcón más bonito! Seguro que ese artesonado tan rico significa algo, pero nunca lo sabremos porque no tiene a bien contárnoslo... ¡Oh, fíjate, costillo mío, un escudo sobre una puerta! Debe ser una casa importante, pero tampoco lo sabremos jamás, porque no lo considera digno de mención...".
El silencio fue lo que obtuve por toda respuesta. De repente, mientras giraba una esquina, encontró algo interesante que decir: "Ahí tenéis una tienda con productos típicos de Ribadavia". Dirigimos nuestras miradas hacia donde su dedo había señalado y allí había una planta baja con camisetas de ésas que hay en todas las tiendas turísticas colgadas en la puerta. Nos miramos sorprendidos. Vaya, las camisetas de algodón se hacen en Ribadavia, son típicas de allí y las exportan al resto del mundo. Mmmmm qué interesante.
Tras la esquina se alzaba una iglesia. Aquí quiero hacer un inciso. Vaya por delante que mi cultura en historia del arte se limita a lo que di en Historia de 1º y 3º de BUP como parte de la Historia del Mundo, porque en COU escogí Griego y no Historia del Arte, así que no voy a juzgar en absoluto los contenidos de la exposición de la muchacha (que por otra parte se juzgan por sí solos) sino que me limitaré a reproducir aproximadamente lo que nos explicó una y otra vez.
Se detuvo ante la fachada y nos detuvimos tras ella. "Ésta es la iglesia de la orden de los hospitalarios de San Juan. Se les llama hospitalarios porque tenían un hospital donde cuidaban... enfermos y así. Tiene un arco de medio punto, con dos columnas a los lados y está decorado con elementos decorativos vegetales y hojas de acanto y un rosetón arriba que da luminosidad al interior y arriba del todo hay la cabeza de un cordero que es porque son de San Juan que se le representaba con un cordero." Y abrió la puerta para que accediéramos al interior del templo. "La iglesia se ha mantenido tal y como estaba de siempre. Está dividida en tres partes que se ven en el techo: de madera, la bóveda de cañón y el altar".
Yo me asomé a ver qué diferenciaba el techo de piedra de la bóveda de cañón del que había sobre el altar, pero no descubrí nada.
-¿El dintel de la puerta no es más nuevo? -preguntó uno de los componentes del grupo. --Sí -dijo ella-.
-¿Y no decías que estaba igual? -insistió él-.
-La reformaron, pero no la tiraron abajo y la volvieron a hacer -se limitó a contestar con el mayor de los descaros.
La iglesia no debía tener nada más que le pareciera digno de indicar (porque como leéis se limitaba a señalar aquello que había, lo que cualquiera podía ver, sin explicación ninguna) y nos invitó a salir mudamente, es decir salió y metió las llaves en la cerradura en un claro signo de "o salís u os quedáis aquí encerrados, vosotros mismos, hatajo de fastidia-apacibles-y-calurosas-tardes".
Mis orejas comenzaron a ponerse puntiagudas, mi cara, a enrojecer, los ojos se me inyectaron en sangre, el pelo a erizarse, todos los músculos de mi cuerpo se tensaron de forma más que evidente, en concreto los del cuello que intentaban contener el claro ataque de ira que me estaba sobreviniendo. La miré furibunda y amenazante (yo también sé hacer signos tan claros como mudos, ¿qué se había creído?) mientras le decía sin hablar: “¿Me estás viendo? ¿Ves cómo me estoy transformando? Juega, juega, que estás jugando con fuego...” y salí de la iglesia.
Comenzamos a caminar, de nuevo abandonados a la soledad de las calles. De repente, se detuvo ante una fachada que nos cortaba el paso y nos dijo:
-Este era el hospital donde cuidaban... -Supongo que enfermos, vamos, digo yo que ésa es la misión de los hospitales, pero claro, no hagáis mucho caso porque son sólo suposiciones mías, ella lo dejó así, en el aire, a completar por nuestra fértil imaginación-. Los hospitalarios esos de la iglesia que acabamos de ver... –Supongo de nuevo que esos hospitalarios serían los cuidadores, pero también nosotros debíamos acabar la frase, porque, como se puede observar, era una visita para fomentar la imaginación de cada cual-. Ahora es el Consejo Regulador de la Denominación de Origen del vino de Ribeiro -las mayúsculas las pongo yo porque dudo que ella supiera que las llevaba, veréis por qué-, vaya, donde hacen las etiquetas -¡sí señor, eso es sintetizar, y lo demás son cuentos! ¡Dios mío lo que ha creado la LOGSE!-.
Y tras su elocuente explicación siguió caminando complacida por haber satisfecho mi necesidad de que se me comentase algo interesante del pueblo.
Un poco más adelante, doblamos una esquina y nos hizo detener para, en un alarde de generosidad, explicarnos que la casa que teníamos a nuestra derecha (la localización también la pongo yo, ella sólo señaló) había sido sede del Tribunal de la Santa Inquisición (también pongo yo las mayúsculas y lo de Tribunal de la Santa, que, aunque no me parece que sea muy apropiado, lo de santa digo, es como se llamaba). Y para que fuésemos conscientes de su generosidad nos dijo que comentarnos eso no entraba en la visita (¡de 3 euros!), pero que, bueno, lo comentaba.
Una incauta se escandalizó en vez de mostrar el más profundo de los agradecimientos y le preguntó que qué era, pues, lo que entraba. La magnánima guía que nos había tocado en ¿suerte?, le explicó con absoluta condescendencia a su supina ignorancia que la nuestra era una visita de iglesias, que la de las calles judías (también llamadas por algunos “pedantes” juderías) había sido por la mañana. Tras lo cual todos le dijimos cuán agradecidos estábamos por su generosidad y ella, en otro alarde de prodigalidad, nos explicó que en la fachada había tres escudos (debía pensar que además de idiotas por seguir a esas alturas todavía en la visita, éramos invidentes), uno de ellos, continuó pertenecía a la familia de los Sarmiento, señores de Ribadavia, que unas veces tiene trece puntos (no los conté) como símbolo de su fortuna y otras está en blanco.
-¿Por qué? –preguntó el mismo hombre del dintel de la puerta.
-Está documentado que no se sabe por qué.
Enarqué las cejas, en señal de asombro, bajé el párpado de un ojo, en señal de incredulidad y volví a mirarla furibunda. Ella continuó sin prestarme más atención de la de “espera que te voy a contar algo muy interesante”:
-El otro escudo es el de los dueños de la casa y el otro el de la Inquisición.
Y tras semejante esplendidez, siguió caminando orgullosa de sí misma, mientras insistía:
-Esto se ve mejor en la otra visita.
Todos nos arrodillamos y fuimos tras ella besando el suelo que pisaba como muestra de agradecimiento. Y entonces, ocurrió. Fue como un milagro. ¿Cómo no nos habíamos dado cuenta antes? La muchacha sólo necesitaba que le rindiésemos pleitesía para desbordarnos con su elocuencia y su saber. Así que siguió:
-Ribadavia era muy importante en la Edad Media. Aquí vinieron muchos judíos y se quedaron para explotar las viñas porque el vino era muy importante en esa época y se exportaba a Inglaterra sobre todo.
Que digo yo que debían ser los únicos judíos del mundo que en aquella época tenían tierras, porque yo tenía entendido que el derecho romano les prohibía poseer tierras desde que fueron expulsados de Jerusalén... Pero no dije nada por si acaso.
-Estas calles es donde vivían. Luego, cuando los echaron, algunos se marcharon y otros se quedaron. Por eso estas casas tienen los típicos patios de Ribadavia que son los típicos patios de las casas judías. -Que, vaya, era la primera noticia que tenía de que las casas podían profesar alguna religión-.
Yo miraba con curiosidad las jambas de las puertas de aquellas casas que nos señalaba y juro que no había ni rastro del hueco practicado en la piedra para introducir los rollos de La Torá que los judíos colocan para que protejan sus casas. Estos eran unos judíos muy, muy raros....
Volvió al silencio para que pudiera sumirme en estas reflexiones. De repente, y sin detener el paso señaló a su izquierda y, como el que no quiere la cosa, soltó:
-Ahí podéis ver uno de los patios típicos de los judíos de Ribadavia.
Mi costillo y yo, que íbamos justo detrás de ella en ese momento, miramos hacia donde señalaba y... Bien, voy a ver si soy capaz de explicar lo que vimos. No crean ustedes (regreso al ustedes porque veo que hay nuevas incorporaciones al blog) que es fácil describir el típico patio de una casa de judíos de Ribadavia y, sin embargo, me gustaría que a través de mis palabras ustedes también lo vieran. Por favor, hagan un esfuerzo para imaginar lo que les voy a contar y suplan mis deficiencias. A ver, allí había una casa de pueblo, con fachada de piedra gris y una puerta de madera de esas que puede abrirse la mitad de arriba y mantener cerrada la mitad inferior. Pues así mismo se encontraba ésa: abierta sólo la parte superior para que pudiésemos descubrir el típico patio de las casas de los judíos de Ribadavia. Miramos a través de la abertura y... vimos la oscuridad más absoluta que se puedan imaginar. Un agujero negro seguro que es más claro que la oscuridad que desbordaba aquella puerta y que devoraba cualquier rayo de luz que se aproximara a menos de diez metros a la redonda. Era la misma boca del lobo. En mi vida he visto nada más negro. Como dice mi costillo, era un patio en el que entras y no sabes cómo vas a salir de él sino es apaleado y desnudo como castigo a tu osadía. ¡Señor! Si daba miedo sólo mirarlo... ¿Cómo es posible que haya en el mundo algo tan oscuro? ¿Y eso era un patio? ¿No les dije que eran una gente muy rara?
Mi costillo y yo nos miramos y lo comprendimos todo en un instante: lo que habíamos pagado era una entrada para el circo en la calle. Tenía que ser eso. Comenzamos a reír, primero con cierto disimulo mal disimulado y luego a mandíbula batiente. Y así se me pasó el cabreo y pude disfrutar de lo que quedaba de visita.

lunes, 17 de septiembre de 2012

HISTORIAS DE VERANO (II)

Una de las cosas que tiene el verano es la democratización de los lugares públicos, de manera que a ellos acudimos gentes de toda condición y nos mostramos en todo nuestro esplendor…


Estaba yo en la playa, una mañana calurosa, sentada en el enorme pañuelo que me separa de la arena y se ensucia menos que una toalla, mirando el mar distraídamente cuando, a mi izquierda oigo una voz masculina que en tono impaciente pregunta:

-¿Te vienes o no?

Giro la cabeza por puro instinto cotilla y me encuentro con que a mi lado, así como sesgado con respecto a mí y de pie había un hombre vestido con un bañador negro que debiera haber sido ajustado pero no lo conseguía y del que, por tanto, salían con más espacio del recomendado dos piernecitas flacas y peludas, en medio de las cuales colgaba demasiado evidentemente para mi gusto lo que el bañador, de haber sentado como debiera, debería haber ayudado a sujetar ya que la edad causa estragos en todas las partes. El hombre, peludo y algo amorfo, se dirigía a una de las dos mujeres que estaban sentadas a sus pies y en sendas toallas. La aludida se levantó para acompañarle al agua. Entonces se colocaron delante de mí avanzando hacia el mar, impidiéndome seguir disfrutando con su visión y haciendo que me preguntara una y otra vez si era realmente necesario ofrecer al público tal espectáculo. Y mirad que yo admiro a la gente sin complejos, pero hay algo que raya en la ofensa visual un exceso de impudor que a uno le hace sospechar que el interfecto no tiene a nadie que le quiera y le diga que “eso” no le sienta bien.

Veréis, entre el mar y yo, aparecieron de pronto el individuo peludo, de brazos flacos, cuerpo algo parecido a un óvalo tembloroso y dos piernas y media flacas y pendulantes, sobre todo la media, al que acompañaba una individua con melena leonina estropajosa y pobre, cuerpo que, por detrás, parecía el de una galleta maría a la que se la hubiera metido un poquito en leche y se le hubiera afilado la parte de abajo que, para más inri mostraba sin ningún pudor con una especie de tanga negro que se metía por una raja enrojecida hasta el escozor y descubría en una de las nalgas un enorme tatuaje de una pobre mariposa con las alas extendidas que se dirigía hacia un sol poniente. Pero es que cuando el contacto con la primera ola les hizo ponerse de lado, pude observar que el cuerpo de ella, de perfil, se parecía más al de un huevo con una protuberancia arriba y que formaban los enormes pechos que se le apoyaban en la barriga y él, bueno, a él yo no sé qué se le movía más, si sus laxos músculos o sus genitales de buey entrado en años.

El caso es que aún sigo preguntándome si era realmente necesario…

jueves, 30 de agosto de 2012

HISTORIAS DE VERANO (I)

Como el verano se acaba y con él, las vacaciones, estoy especialmente nostálgica y me ha dado por recordar escenas que han marcado alguno de mis veranos y que quiero volcar en este blog para compartirlas con vosotros. Me he atrevido a tutearos porque después de tanto tiempo juntos creo que ya hay confianza.
Hace cinco años regresé de vacaciones a Galicia y recorrí con mi marido los lugares en los que había estado veinticinco años antes y que habían sido importantes para mí.
Reservé para el último día el pueblo en el que había veraneado y que teníamos como cuartel general. Pasé quince días allí. Yo tenía quince años, una edad emblemática, mágica y maravillosa. Tengo ese lugar y esos días guardados con tanto amor en mi corazón.. Y es que fue donde por primera vez tuve amigas que no pretendían nada de mí, donde me declaré por primera vez, donde podía ser yo por vez primera sin que nadie me juzgase, donde tuve mi primera pandilla y aprendí a decir neska polita, un lugar donde me sentí querida por mucha gente a la que vi llorar amargamente cuando mi tren cerró las puertas e inició el viaje que me llevaría a mi cruda realidad…
Así que tenía tanta ilusión por regresar a aquel lugar…, por mostrárselo a mi marido y compartir con él un tiempo pasado…
La desilusión fue tan grande como cambiado estaba aquel lugar. Veinticinco años son muchos, demasiados cuando algo se mira con los ojos del corazón. Aquel bosque, aquel exuberante bosque de mi adolescencia donde recorrí los intrincados caminos que permiten abandonar la niñez, donde peleé por un hombre (o muchacho) por primera vez, y perdí, aunque me llevé el trofeo de una rosa y una mano tendida para ayudarme a saltar el riachuelo, aquel maravilloso bosque había sido domesticado, convertido en parque, desprovisto de su exuberancia, desnudo de helechos e incapaz ya de guardar los secretos de los enamorados. Sólo quedaba en pie -y por poco tiempo, me advirtieron- el cerezo en la linde del camino, el primer y único cerezo de mi vida, el cerezo que nos despedía cada vez que nos internábamos de expedición por el bosque, testigo mudo de aquellos maravillosos días. Cerré los ojos anegados de lágrimas y salí de allí huyendo del paso inexorable del tiempo para poder mantener en mi memoria, en mi corazón y en mi retina la imagen de aquellos quince días de julio.

lunes, 20 de agosto de 2012

Cada noche

-No consigo recordar qué es un hada –dice Pedro, confuso, a su esposa.

Aún lleva en las manos el libro de cuentos que lee cada noche a su hijo.

Ella le mira a través del espejo arqueando las cejas.

Él, suspirando, se desploma en el sillón:

-Sólo recuerdo esa melodía... –dice cerrando los ojos.

Ella le besa dulcemente y él sueña con un frondoso bosque y una melodía que le conduce hasta un viejo roble en cuyas ramas, una hermosa muchacha se peina su larguísima cabellera, envolviéndole con su mirada violeta.

Mientras, su esposa se cepilla el cabello y sus ojos sonríen con una chispa violeta.

lunes, 30 de julio de 2012

Desde mi sillón burgués

Antes de empezar quisiera poner en común los conceptos que voy a emplear. En primer lugar, parto de la convicción de que en el mundo, en la historia del mundo, nada muere ni desaparece: se transforma.


Así pues, el término burgués, ya trasnochado, lo reconozco, no es más que el origen de lo que hoy preferimos llamar clase media, ésa en la que recae el sostén económico de un estado (antes nobleza y clero y hoy, además, políticos de cualquier condición e ideología) y a la que, en épocas de bonanza, se le permite engordar, en número de miembros y en abultamiento de bolsillo, mientras que, en época de vacas flacas, se la exprime hasta lo indecible, de forma que pierde tanto miembros como poder adquisitivo. Ojalá hoy siga siendo válido el dicho popular de “Dios aprieta pero no ahoga”, que la inteligencia de los que hoy ejercen de Dios sea al menos tan grande como la de quienes inventaron la sentencia, porque de la misma forma que Dios no puede ahogar, porque moriría al morir el último ser humano que lo piense, los que hoy ejercen de Dios tampoco deberían ahogarnos ya que corren el riesgo de morir ellos por inanición inmediatamente. Como ven, no contemplo el hecho de que se pongan a trabajar para ganarse el sustento.

En segundo lugar, de la misma forma que la clase media, en cuestiones económicas es heredera de los antaño llamados burgueses, también ha heredado, a mi forma de ver, sus valores (otrora llamados principios morales), su forma de ver el mundo e interpretarlo, sus prejuicios, etc. Se nos olvidó que fuimos el motor de un cambio y que, por tanto, podríamos volver a serlo, pero ésa es otra historia.

Dicho esto, quiero contarles lo que vi ayer sentada en mi sillón burgués sobre el que pende, cual espada de Damocles, la amenaza de caer y pasar a engrosar las filas de mendicantes, como tantos otros de mi clase ya lo han hecho y siguen haciendo cada día.

La escena que voy a contarles me dio tal sacudida que hizo que se me resquebrajara el alma. Entiéndase por alma, los cimientos ético-morales sobre los que se asienta mi vida.

Estaba sentada en un bar, tomándome un café con leche mientras leía un libro. Alcé la vista un momento y vi que entraba una mujer con una niña de unos cinco o seis años de la mano. La mirada de la mujer se cruzó con la mía. Yo la reconocí. Pocos días antes nos habíamos encontrado en la calle. Ella iba con la misma niña de la mano, ambas vestían igual que en ese momento. Me detuvo para pedirme unas monedas, en un castellano que indicaba que era extranjera, explicándome que era para comprar en la farmacia una pomada, dijo el nombre, para las rozaduras del pañal de su bebé, al que no llevaba consigo. Ayer tampoco lo llevaba. Me pregunté por él.

Ella entró hasta el fondo mientras yo recogía mis cosas para irme, sin embargo fue más rápida. Si pidió o no dinero a alguno de los ocupantes de las mesas del fondo del local, lo ignoro, pero dudo que le diera tiempo a hacerlo. Quizá la echaran, no sé.

Pagué y salí del bar. Ella caminaba delante de mí con paso lento y girándose a mirarme a cada paso. Me esperaba. Las alcancé. Ella me volvió a pedir dinero. Sonrió mostrando toda la dentadura dorada. Miré a la niña. Nunca he visto unos ojos tan tristes y vacíos como los de aquella niña. El alma me dio una sacudida y le pregunté si era su hija. No sé por qué lo hice. Las palabras me quemaban en los labios. Ella asintió y yo le dije que no podía pedir con la niña. Ella musitó algo como que ya lo sabía, no la entendí bien. Yo insistí en que no podía pedir con ella, que se la quitarían. La niña me miraba con esos ojos tan tristes y vacíos. Miraba como sin ver pero tenía los ojos fijos en mi rostro. Yo me volví a preguntar por el bebé mientras ella hablaba de que tenía que ir con la niña porque no la podía dejar en ningún sitio. Volví a sentir una sacudida. Yo le indiqué que acudiese a Servicios Sociales y le dije dónde podía encontrarlos. Dijo que había ido pero le habían dado cita para dos días más tarde y que la niña tenía que comer, que tenía hambre. Me pidió que entrara en el supermercado y comprara algo para la niña que seguía mirándome fijamente y partiéndome el alma. Nos separamos. Ella siguió caminando lentamente de la mano de la niña y yo tomé otra dirección. Me detuve y me giré a verlas marchar porque no sabía qué me estaba pasando y entonces vi a la niña. También ella se había girado mientras caminaba de la mano de la mujer. Seguía mirándome, los ojos tristes, fijos en la nada. Le hice una carantoña, le guiñé el ojo y sonreí. No reaccionó de ninguna manera. Siguió mirándome sin verme, tan triste… Comencé a llorar.

¿Quién soy yo para juzgar a nadie? Si me encontrase en su situación y tuviera que pedir, ¿dónde dejaría a mis hijos? Tendría que llevarlos conmigo. Pero no es justo que un niño pase por eso. Ni bueno. No hay derecho. No debería ser así. Aunque quizá antes de pedir por las calles me hubiera desprendido del oro… Sin embargo puede que no fuera oro, o que cueste más quitarlo que dinero yo tuviera para hacerlo… ¿Quién soy yo para juzgar? ¿Qué sé yo de estas cosas? ¿Y el bebé? ¿Qué ha sido de él? ¿Con quién está? ¿Por qué no está la niña junto con el bebé? Si se llevan a la niña por pedir con ella y es su madre… ¡dios, qué dolor más grande! ¿Quiénes somos nosotros para decidir que no puede estar con su madre? Yo sé lo que duele esa separación, sé las huellas que deja en los niños. No me quiero ni imaginar que nos ocurriese a mí y a mis hijos. Mis hijos… sabe dios qué hubiera sido de ellos si… Pero les dolió… o les dolerá. Aún con todo, podrán superarlo, están teniendo una oportunidad. Su oportunidad. Pero esa niña… sus ojos… ¿y si no fuera su madre?

Tomé una decisión aún sin saber muy bien qué me estaba pasando: mi lealtad estaba con la niña. Así que me encaminé al retén de policía e informé de lo que había visto.

Sé que no soy quién y sé que desde mi sillón burgués se ven las cosas de una manera que no tiene por qué ser la única, ni la mejor, ni la cierta, pero no puedo verlo de otra forma, no estoy en otro lugar. Y también sé que esa niña necesitaba ayuda. No sé cuál, pero la necesitaba. esos ojos... Y mi lealtad está con la niña. Ella también se merece una oportunidad.

lunes, 9 de julio de 2012

Tiempo de estupideces

Intento no ser soez pero no puedo evitar indicarles que hubiera preferido otro sustantivo mucho más contundente para el complemento del nombre del título. Seguro que me entienden a pesar de lo mal que me explico y seguro que cuando acaben de leer, estarán de acuerdo conmigo en que merecía algo más fuerte –o no–, pero ¿qué le vamos a hacer? La impronta de mis años de escolarización es imborrable.
A lo que vamos, no sé si es por el calor que dicen que hace (yo, que comparto genes con los lagartos, no lo siento) y que licua las neuronas, no sé si es algo estacional y puesto que nos bombardean con que el verano es tiempo de desinhibición y relax, se desinhibe la lengua y se relaja el filtro, no sé si es que tengo los oídos especialmente sensibles y detectan y magnifican cualquier signo de estupidez, no sé si es que yo soy la rara y el resto de personal totalmente normal, que es lo más probable… De cualquier forma, aquí les dejo una selección de las perlas que he ido escuchando estos días y juzguen por sí mismos:

1. Estaba yo intranquilamente en el parque con mis hijos. No puedo entender al resto de progenitores que están tan tranquilos charlando mientras yo observo con un ojo cómo el mayor recorre los pasadizos, puentes tibetanos y resto de artilugios que les ponen a los niños en los parques, con el otro, al pequeño que va tras cualquier juguete que le resulte apetecible, de reojo, controlo el cochecito del pequeño, juego a pillar con el mayor y cuantos críos se apuntan, persigo al pequeño para que no salga corriendo tras coger un juguete que no es suyo, evito que los espabilados que bamban sin vigilancia de ningún adulto se propasen con los míos a los que impongo un respeto a todas luces pasado de moda… Vaya, que el parque es lo más estresante que conozco, la verdad. Pues eso, estaba yo intranquilamente en el parque con mis hijos y el pequeño se pone a jugar con una niña de su edad. La madre me pregunta si ha entrado en el cole para el año que viene (como hay carestía de plazas, es el tema estrella en esta época), le digo que sí e inmediatamente comienza a contarme la suerte que ha tenido ella porque su hija ha podido entrar en el colegio X y no la han metido en el colegio Y. Yo, con los ojos a la virulé porque ya sólo faltaba tener que atender a una desconocida que me habla, le digo que parecía que el colegio X se había puesto de moda y todo el mundo quería ir allí y no al Y. No le dije, pero me sorprendía porque cuando yo estuve mirando colegios el año pasado, el colegio X era como si a mi colegio (al que fui en la década de los 70) no le hubieran hecho ni un solo retoque desde entonces, todo lleno de desconchados, viejo como el mundo y con unos libros en la biblioteca… era como entrar en el pasado de repente, mientras que el colegio Y había sido reformado, estaba limpio, con aulas enormes recién pintadas, mesas y sillas nuevas… La tipa, entonces va y me contesta toda pita ella que claro que todo el mundo quería ir al colegio X porque a una pobre niña (pobre por su desgracia no por causas económicas) de su patio, le había tocado el colegio Y y estaban ella y otra niña solas. Mis ojos se convirtieron en dos huevos fritos en mi cara que detuvo su girar compulsivo siempre tras mis hijos, para mirarla con tal mezcla de incredulidad, asombro y perplejidad que debía ser un poema. Ella prosiguió tras una breve pausa: “Todo lo demás son inmigrantes”. Acabáramos, pensé yo, pobrecitas niñas urbanitas que han tenido la mala suerte de ser admitidas en una granja escuela con 28 bichos, en vez de en un colegio de “humanos” como sus padres querían…

2. Me cuenta mi amiga que su hermana ha tenido la primera reunión en el que será el cole de su sobrino el año próximo y que ya ha tenido su primer desencuentro con la profesora porque entre las normas impuestas en el centro escolar está la prohibición de llevar ropa, calzado o material escolar alguno “de marca” (a lo mejor se piensa esta señora que nisupu no es una marca…) para “evitar que los niños sepan que hay clases sociales”… Ni clases sociales, ni bichos ¡Ah!, perdón, seres venidos de otros lugares del mundo, ni historia, ni lengua castellana, ni literatura, ni geografía de más allá de su terruño ni nada de nada, no vaya a ser que piensen por sí mismos y sufran evitando ser tratados como borregos…

3. Recibo un correo electrónico en el que me informa una clienta de que va a dejar de serlo. Dado que ya su abuelo era cliente de mi padre y que con ella he tenido mucho trato, profesional, se entiende. La llamo por teléfono para decirle que me doy por enterada pero que me sorprende que no me lo haya dicho personalmente. Empieza a quejarse por vicio y a mentir cual bellaca respecto a mi trabajo y como le rebato todas y cada una de las mentiras, puesto que ambas sabíamos que lo eran, la individua, procedente de los arrabales de cualquier ciudad, a quien en otro tiempo hubieran obligado a vestir con prendas acabadas en picos, que, por supuesto y dada su procedencia, hubieran sido pardos, me suelta que no me lo quería decir pero que no quiere trabajar conmigo porque no le gusta cómo hablo (entiéndase que le diga que no es legal algo o que yo no soy su enemiga y no me tiene porque insultar o maltratar verbalmente si la ley no le permite hacer algo). Pues no pasa nada, le contesto tranquila y suavemente, a mí también hay cosas que no me gustan. Ella contesta soltando sapos y culebras por su boca que como ella me paga puede hablarme como le dé la gana y yo tengo que aguantar, cumpliéndose de nuevo el dicho de no sirvas a quien sirvió, pues a pesar de ser ahora (aunque por poco tiempo a tenor de lo rápido que está acabando con la empresa que ha heredado) una empresaria antes trabajó en trabajos para los que no se requería ninguna cualificación ya que no podía acceder a ningún otro puesto. Pues bien doña arrabalera que a tu lado las dependientas de las verdulerías se convierten en damas, no es cierto que el dinero te permita ser soez, maleducada y déspota, porque, como te dije, yo tengo el derecho de no querer como clientas a gente como tú que me espantan a los buenos clientes. Y es que la imagen es muy importante…

4. Caminaba el otro día por la calle y delante de mí iba una pareja cogida de la mano. De repente ella tropieza con el bordillo de la acera y se cae al suelo. Él le pregunta muy enfadado: “¿Es que no has visto el escalón?” Claro que lo ha visto, so merluzo, ¿cómo no lo ha de ver si va marcado con banderines rojos y un luminoso intermitente que señala parpadeante: “escalón”? Lo que ocurre es que la chica ha querido probar la experiencia de caerse en mitad de la calle, dejarse manos y rodillas como las del ecce homo, los dientes en la acera, la falda por capa… y ver la cara de imbécil que se te queda cuando te das cuenta de que el tanga tan chulo que le regalaste ha dejado de ser una prenda íntima y la hemos podido ver todos los transeúntes, incluido ese jovenassssso que ha acudido presto a ayudarla a levantarse mirándola con ojos golositos y al que ella ha respondido con una sonrisa de agradecimiento, mitad pícara, mitad coqueta, mientras que a ti te ha fulminado con la mirada. Y sí, tal vez, repita la experiencia, o tal vez no porque decida irse con el jovenassssssso y dejarte plantado.

jueves, 31 de mayo de 2012

Una pausa para el café

La puerta de la cafetería se abrió para dar paso a una mujer joven que entró pidiendo un café mientras buscaba un sitio donde sentarse. Encontró una mesa en una esquina desde donde veía todo el local. Mientras esperaba que se lo trajeran, se recostó en la pequeña butaca suspirando. Echó un vistazo alrededor con un gesto de aprobación. Le gustaba ese sitio y quedaba cerca de su trabajo. Se respiraba tranquilidad allí, por eso le gustaba ir cuando el mundo y sus problemas amenazaban con noquearla.


El camarero trajo el café con una galleta. Ella bebió un sorbo y, por encima de la taza, le vio. Nunca antes le había visto allí. Era un hombre joven, muy guapo. Llamaba la atención. Estaba frente a un ordenador portátil tan concentrado en lo que estuviera haciendo que no apartaba de él la mirada ni para beber el refresco que tenía sobre la mesa.

Ella siguió mirándole descaradamente para ver si lograba atraer su atención. Pero no. Al final, se levantó, pagó y regresó a la jauría de su mesa de despacho.

Durante el resto del día no pudo apartarlo de su mente. Le podía la curiosidad y un cierto regusto amargo por el fracaso de la indiferencia. ¿Cómo era posible que no la hubiera mirado ni una sola vez?

Regresó a la cafetería al día siguiente a la misma hora por ver si él estaba. ¡Bingo! Allí estaba, sentado en la misma butaca. Las personas somos animales de costumbres… Ella se sentó también en el mismo sitio que el día anterior pero esperó a que el camarero se acercara para pedirle un café. Durante todo el tiempo que estuvo allí sentada no le quitó el ojo de encima, pero él permanecía enfrascado en su trabajo, ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Ella maldijo aquel trabajo cuando, al fin, se levantó, pagó y se fue.

La escena se repitió durante una semana sin que lograra que él la mirara ni una sola vez. Aquello se convirtió en un reto, una suerte de batalla por el honor ofendido, por la indiferencia manifiesta… El viernes cambió de estrategia. Fue a sentarse a la mesa contigua a la de él y, por el camino, tropezó con una silla que golpeó levemente su mesa. Él alzó, por fin, la mirada y ella sonrió musitando un “perdón”.

Sus ojos amenazaron con volver al trabajo y ella inició la conversación trivial que llevaba ensayando desde que lo vio por primera vez. Él ya no hizo mención de regresar al ordenador y se quedó prendado de los ojos, de las manos, de los labios de ella.

El lunes los ojos de él revoloteaban, cual picaflor, entre la puerta y la pantalla del ordenador sin llegar a posarse en ninguna de las dos hasta que ella franqueó el umbral, mirando directamente hacia donde él estaba.

Ella sonrió abiertamente y con satisfacción y los ojos de él chisporrotearon emocionados.

Se sentó junto a él y pidió un café. Él apagó el ordenador mientras le preguntaba su nombre. Las palabras tejieron una conversación y la conversación una historia en la que quedaron enlazados, suspendidos en el tiempo, amarrándose a los ojos del otro. El tiempo, fuera, transcurría inexorable y el sonido insistente del móvil los hizo caer a la realidad. Ella respondió a la llamada y se despidió apresuradamente de él.

El martes él la recibió con una amplia sonrisa en los labios y en los ojos y ella respondió con un beso que los devolvió al lugar en el que se tejía su historia.

Los días fueron transcurriendo entre el ajetreo del trabajo y del reloj y el remanso del café hasta que, en medio de uno de ellos, ella le pidió que la acompañara. Tenía tiempo y quería pasear. Los ojos de él dudaron un momento. Por un instante una sombra los nubló y los hizo temblar, pero se levantó pidiendo la cuenta y la dejó pasar delante. Ella bajó el escalón de la entrada y se giró para esperarle. Entonces vio el gesto de él. Su mirada bajó hasta sus pies y luego subió hasta sus ojos para quedarse flotando en ellos para siempre.