viernes, 30 de noviembre de 2012

El otro también es un ser humano


Vaya por delante que entiendo que para ejercer ciertas profesiones sin caer en una profunda depresión uno debe distanciarse del otro y que sé perfectamente qué es un argot, pero tanto la distancia como el lenguaje deben estar sometidos al respeto y por tanto debemos exigirlo. Fíjense que no pretendo la empatía, sino sólo el respeto.

Comenzaré por poner un ejemplo que creo que, precisamente por resultar muy bestia, puede ser muy clarificador:

En una situación de guerra mi enemigo es eso: mi enemigo. Y es lógico que si nos encontramos, todo se reduzca a un o tú o yo. De manera que no pretendo que antes de matarme se pare a pensar en si tengo o no hijos que alimentar, padres a los que cuidar o pareja a la que amar. No pretendo que analice si la causa por la que estamos enfrentados vale realmente la pena o no, no le pido que me mire a los ojos y decida dejarme vivir. No, le pido que si ha de matarme, lo haga, pero con respeto. Que no me torture, ni me viole ni arrastre mi cadáver o lo pisotee, porque eso sólo le convertirá en un ser miserable.

Dicho esto, sigo con otras profesiones:

Entiendo que para algunos sólo seamos números y que no quieran ver al ser que tiene asignado ese número para que las circunstancias que rodean a cada persona no alteren su misión. Pero si has decidido que yo sea una más de tantas víctimas económicas de esta guerra, no insultes mi inteligencia con explicaciones que no hay quien se crea, ni me restriegues por la cara tu larga y esplendorosa vida mientras me das el tiro de gracia para acabar con la mía; no me quites la palabra ni me prohíbas la queja porque lo único que me queda es el derecho al pataleo. Teniendo en cuenta que la atalaya en la que estás subido y desde la que ni siquiera logras verme está cimentada sobre los cuerpos de miles de seres como yo, negar la evidencia sólo te hace resultar patético.

Si soy atendida por algún tipo de personal sanitario, no espero que empaticen conmigo y mi enfermedad y me digan algo así como “¡pobrecita mía, con lo malita que está y lo poquito que se queja!”, ni que me den la mano para aliviar mi mal. Pretendo que comiencen por presentarse para que yo sepa si me está atendiendo un médico, un enfermero, un auxiliar o un celador; pretendo que me miren y me escuchen, que crean lo que les cuento y no me prejuzguen; pretendo que me expliquen qué creen que tengo con palabras que pueda entender y qué tengo que hacer para curarme, si es que me puedo curar, y si no saben qué tengo, que me lo digan, porque nadie es omnisciente y puedo comprenderlo; pretendo que sean profesionales y hagan bien su labor; pretendo que me hablen con respeto porque yo soy una persona, no un cuerpo sobre el que elucubrar. Y no, señores que dicen tener un título, no soy una desquiciada, soy una mujer que puedo o no tener problemas que alteren mi conducta; no soy un borracho, soy alguien que ha bebido demasiado y necesita atención sanitaria; y, sobre todo, no soy “esto”. Soy una persona que se ha muerto y que tiene familia que llorará su ausencia. Cosificarme no le convierte a usted en más capaz de soportar los envites de su profesión, le convierte en alguien despreciable.