miércoles, 10 de abril de 2013

LAS BICICLETAS Y EL BUEN TIEMPO

Ahora que se acerca el buen tiempo, apetece salir a pasear con las bicicletas, lo que me recuerda una historia que sucedió hace tiempo:
Un sábado por la tarde, mi costillo y yo decidimos sobre la marcha de la compra habitual para la semana, comprarnos por fin las bicicletas que llevábamos tanto tiempo deseando comprar para volver a hacer algo de ejercicio así como para empezar a oxigenarnos de nuevo tras el año y pico de parón en nuestras vidas a la espera de que llegara el retoño remolón y escurridizo.

Como somos unos seres tan absolutamente racionales y razonables decidimos estrenar inmediatamente las bicicletas y pedalear durante 16 km desenfrenadamente (porque, por supuesto, íbamos cronometrando y, ¡cómo no!, teníamos que hacer record a la vuelta y no somos de los que nos lo ponemos fácil para empezar). Como quien tuvo, retuvo y los dioses perdonan las imprudencias de los valientes (más bien locos), fuimos librados de las agujetas esperables, no así del dolor en salva sea la parte mía en contacto con la piedra de sillín sobre la que me ¿sentaba?
Pero a lo que iba, estrenamos las bicis con el decidido empeño de repetir –e incluso aumentar- la aventura todos los fines de semana, pero ¡oh! nuestro gozo en un pozo. El fin de semana siguiente diluvió, así que aplazamos la excursión para el tercer domingo tras la compra. Pero más oh’s y más gozos nuestros en el pozo. No estaba el horno para bollos ese fin de semana porque teníamos en mente la decisión más importante de nuestra vida y estábamos en jornada de reflexión.
Fruto de la citada reflexión fue la llegada de nuestro primer vástago que dio al traste con nuestras intenciones excursionistas porque comenzó la desde entonces llamada “ruta del vástago” por la que transitaban, cual elefantes por su senda, todos los familiares habidos y por haber ansiosos de conocer al nuevo miembro de la familia.
Y allí estaban las pobres bicicletas muertas de aburrimiento y perdiendo aire –que no aceite- en el trastero hasta que dieron a luz una bicicletita que aún no tiene edad de emprender excursiones con sus progenitores, con lo cual tampoco es que sirviera de mucho su llegada si no es para reducir, aún más si cabe, el mínimo espacio del que disponían en el trasterito en cuestión.
Y llegó Papá Noel y nos trajo un terrible alien –en forma de rinitis alérgica- que se incrustó en mis fosas nasales y una sillita transporta-vástagos en las bicicletas. Pero claro, ahora era el turno del alien y no tenía intención de dejarme que saliera a hacer el brutico con mi bici casi nueva por ahí y que en una respiración jadeosa lo mandara a tomar viento, así que las pobres bicis fueron acumulando trastos en el trastero, léase sillita, cuentakilómetros, herramientas, caballetes, maletitas y demás zarandajas que trajeron Papá Noel y los Reyes Magos en sus múltiples visitas a nuestro dulce hogar ( dulce porque está pintado de color de helado de pistacho y mora) y reduciendo hasta límites insospechados el espacio disponible, hasta el punto de que la semana pasada, mientras aparcaba el coche escuché una conversación entre ellas en la que daban por perdida la posibilidad de salir de aquel agujero porque dudaban de que pudiéramos acceder a ellas, caso de recordar que las teníamos.
Y puesto que no estaba dispuesta a soportar sobre mis espaldas el peso de un par de depresiones bicicletiles, fundamentalmente porque el primer coche que recibiría los efectos de la inundación del garaje por derramamiento de lágrimas de manillar iba a ser el mío, ese fin de semana, aprovechando el único rato de sol que nos concedió la climatología (a la que tuvimos que engañar ocultándole nuestros propósitos excursioniles), salimos furtivamente a pasear con nuestras flamantes, aunque pasadas de moda, bicicletas con sillita para vástago incorporada que menos mal que pudo estrenar porque una fiebre más y ya no hubiese cabido. Y allá que nos fuimos, yo todo piernas y brazos sobre una bicicleta cargada de artefactos porsiacasos y una mochila repleta de más porsiacasos; costillo temblequeante por el peso del vástago que, una vez descubierto que desequilibraba a su padre cada vez que se movía, le cogió gusto al temita y parecía bailar el baile de San Vito, pero encorvado, porque tras el último estirón el pobre llevaba a tope de extendidos los tirantes sujeta-vástagos, y aún así, parecía soportar el peso del mundo sobre sus frágiles hombros. Dicho sea de paso, que en uno de los movimientos, su bocadillo salió por los aires y fue a parar a un charco, con profundo desconsuelo para el vástago, cuyo estómago rugía hambriento, y profundo dolor de cabeza para nosotros porque aún hoy, cinco años después, recuerda el día que se quedó sin almuerzo.
Pero salimos, por supuesto que sí, y paseamos por todo el pueblo en una vuelta ciclista que tardarán años en olvidar mis paisanos. Faltaba la banda de música abriéndonos paso, aunque no la necesitábamos porque se corría la voz de nuestra presencia y la gente (coches incluidos) desaparecían de nuestro camino en menos que canta un gallo.
¡Ay! Deberíais haber visto la felicidad reflejada en manillares y pedales de nuestras bicis cuando las volvimos a encerrar...