Unos amigos estuvieron en Holanda de vacaciones. Ninguno de
los dos hablaba holandés. Tampoco inglés. Sólo un poco de francés de cuando
eran estudiantes.
Una noche, él se percató de que había perdido la cartera con
el dinero, la documentación, las tarjetas y (sí, ya sé que muy hábil no es,
pero qué le vamos a hacer, él es así) una cuartilla perfectamente doblada con
una tabla en la que estaban anotados todos y cada uno de los números secretos
de las tarjetas, asociados al número y entidad emisora de cada una para no
tener que aprenderse los números “secretos” de memoria.
Buscó y rebuscó la cartera en el coche, en la tienda de
campaña, en las mochilas… Lo puso todo patas arriba y nada. No apareció.
Llamó a los bancos para anular las tarjetas, se acostó de
una mala leche impresionante y se levantó aún peor porque no había pegado ojo
intentando recordar cuándo sacó por última vez la cartera de su bolsillo
trasero del vaquero (sí, también lo sé, estaba pidiendo a gritos que se la
robaran), porque a pesar de todo no lograba recordarlo, porque se habían
quedado sin un euro ya que él se había empeñado en ser el tesorero, porque no
tenía documentación para regresar a casa y, supongo que porque se sentía tonto
aunque jamás lo reconocerá públicamente.
Mi amiga intentaba calmarlo, pero aún le ponía de peor
humor, porque sí, ella pensaba que él era tonto y que se lo tenía merecido por
ir de listillo: “Tú no cojas el dinero porque el bolso te lo pueden robar en
cualquier momento o te lo puedes dejar en cualquier sitio, que no te enteras de
nada”. La leche caliente le ayudó a recordar que la última vez que fue
consciente de que tenía la cartera fue en la estación de trenes.
Se arreglaron y se fueron a una comisaría a
poner una denuncia. Primer escollo a salvar. La comisaría no era un lugar de
puertas abiertas al que uno entra y busca alguien que le pueda ayudar. Era un
edificio muy moderno, eso sí, con grandes puertas de cristal, más parecido a un
bloque de viviendas que a un lugar de asentamiento para un organismo público. Y
había que llamar al timbre. Una voz al otro lado del telefonillo pronunció algo
que debía ser un ¿quién es? Y ellos, en perfecto castellano, explicaron quiénes
eran, que necesitaban poner una denuncia por el extravío de una cartera, que si
eso era una comisaría de policía…
Ante tal profusión de algarabía, quien fuera que estuviese
al otro lado decidió abrir la puerta y permitirles el acceso. Una vez dentro,
el que resultó ser un policía machucho, les preguntó si hablaban inglés. No.
Mueca de desagrado. Ellos tentaron: ¿francés? No. El machucho se encogió de
hombros y dijo: Italiano. Se dio media vuelta y voceó un nombre.
Al momento apareció un policía de uniforme que, según mi amiga,
era joven, alto, guapo, atlético… y que,
al verla, sonrió abierta y francamente. Les indicó una mesa y se sentaron. Mi
amigo tomó la iniciativa y empezó a explicarle lo ocurrido con palabras
pausadas y vociferadas a las que acompañaba una exagerada gesticulación.
El policía joven, alto, guapo, atlético… se limitó a ignorar
a mi amigo y mirar amablemente a mi amiga con aquellos enormes ojos azules con que la naturaleza le había dotado.
Mi amigo vociferó y gesticuló más aún si cabe para llamar la atención de aquel
maldito guaperas que miraba con ojos de lobo hambriento a SU novia. Pero el
policía joven, alto, guapo, atlético… siguió ignorándolo y le preguntó a mi
amiga por el motivo que les había llevado allí. Ella buscó en su almacén de
datos inútiles palabras en castellano que compartieran raíz con el italiano y
fue explicando poco a poco lo ocurrido.
Ellos, mi amiga y el policía… (¿dije ya que era joven, alto, guapo y atlético?
Mi amiga tampoco paraba de repetirlo), parecían entenderse de maravilla. Se
miraban y se sonreían. Él redactó la denuncia y ella le pidió que le escribiese
en holandés una nota en la que explicase
lo ocurrido para poder enseñarla en la oficina de objetos perdidos de la
estación. Él sonrió y se puso a redactarla. Para aquél entonces mi amigo se
había rendido y había dejado de gritar, pero su cara reflejaba que había
encontrado el objeto contra el que descargar todo su enfado: mi amiga.
En cuanto salieron de la comisaría empezaron los reproches.
¿Por qué puñetas a ella sí la entendía y a él no? Estaba claro: porque pretendía ligar y la
tonta de mi amiga no se había dado cuenta de nada y le seguía el juego como una
boba. Éste es el razonamiento de mi amigo porque él jamás reconocerá que la
carrera que compartimos mi amiga y yo no es tan inútil como muchos –incluido él– creen y nos ha dado algún conocimiento de las lenguas románicas. Y vale,
aceptamos barco como animal acuático y admitiremos que mi emparejada amiga no
debería haber estado tan encantada con la situación, pero estaréis conmigo en
que a nadie le amarga un dulce y en que a todos nos gusta que nos miren con ojos
golositos y más si quien nos mira es, objetivamente, un portento de la
naturaleza.
Tras media hora de matraca que mi amiga soportó estoicamente
llegaron a la estación del tren. Mi enfurecido amigo se negó a hacer la
pertinente cola para acceder al mostrador de INFORMACIÓN y prefirió deambular
cual león enjaulado por la estación en busca de la oficina de objetos perdidos.
Pero la oficina también se había perdido, o estaba tan escondida que no hubo
forma de encontrarla así que llegó a tiempo de ser testigo de la escena que se
desarrollaba entre mi amiga y la mujer joven que había en el mostrador de
INFORMACIÓN.
Cuando le llegó el turno a mi amiga, la mujer la miró con
ojos inquisitivos. Mi amiga le preguntó si hablaba francés, como había aprendido
a decirlo en inglés, es decir, pronunciando macarrónicamente la palabra francés
en lo que pretendía ser inglés, la mujer negó con la cabeza y pronunció la palabra
inglés. Mi amiga entonces le presentó la carta redactada por el policía joven, alto,
guapo y atlético y la otra la leyó en silencio. Al acabar miró de nuevo
inquisitoriamente a mi amiga sin pronunciar una palabra. Mi amiga le intentó
explicar con la ayuda de cuantos gestos pudo que habían perdido el día anterior
una cartera de hombre con dinero y documentación y que habían puesto una
denuncia y que el policía le había redactado la carta para explicarlo allí. La
cola seguía creciendo cual serpiente encantada. Mi amiga no lograba que la cara
de interrogante de la mujer que tenía enfrente desapareciera y se deshacía en
vanos intentos de hacerse entender mientras maldecía no haber aprendido más
idiomas o haber viajado a un sitio cuyo idioma desconocía. Mi
amigo se divertía enormemente viendo que esta vez era ella la que fracasaba. Al final mi amiga se rindió y, mirando a mi amigo, le dijo:
-Vámonos porque no
hay forma.
Entonces, como si hubiera activado un resorte en la joven mujer que
tenía enfrente, la cara que llevaba un buen rato observándola dejó de ser un enorme interrogante y, visiblemente
enfadada, preguntó:
-¡¡¡¡¿Pero qué quieres, mi amol?!!!!
La tipa, que resultó ser cubana, le dijo que no había
oficina de objetos perdidos y que si alguien la había encontrado, la entregaría
a la policía, porque allí eran todos muy honrados.
La historia terminó bien: la cartera apareció esa misma
tarde. Alguien la encontró en un andén a pesar de que mis amigos nunca habían
pasado de la entrada de la estación; llamó a la policía para decir que la tenía y dar su
dirección; la policía llamó al consulado para decir que alguien había
encontrado una cartera de un ciudadano español; el consulado llamó a mi amigo
para decirle que habían encontrado su cartera pero que había que ir a recogerla
a casa del honrado hallador porque la costumbre del país era que los primeros nosécuántos
días el objeto perdido se quedaba en el domicilio de quien lo encontraba pasados los cuales ya lo llevaba a la policía. Así que alguien del consulado les acompañó a
recoger la cartera y comprobaron que sólo habían desaparecido papeluchos sin
importancia pero no las tarjetas ni el dinero, tampoco el papelito con los números secretos. El no tan honrado ciudadano que
la tiró al andén debió hacerlo con prisa porque ese día había un partido de
fútbol de alto riesgo en la ciudad y nada más entrar mis amigos en la estación
se vieron sorprendidos por una multitud de jóvenes que corrían delante de la
policía. Tal vez la misma aparición que hizo que el no tan honrado ciudadano no
tuviera tiempo de revisar bien la cartera antes de deshacerse de ella.
Y por cierto, mi amiga hoy está felizmente casada con un
joven, alto, guapo y atlético, que no es policía, que habla perfecto castellano y que la trata como a una reina.