El mensaje era claro, conciso, breve y letal: no insistas, decía. Mientras el papel se le escurría
entre los dedos y caía suavemente, un chasquido rasgó la tarde enmudeciéndola.
Por su rostro caían lágrimas de granito. Su sonrisa pétrea se convirtió en una
mueca. Un viento helado salió de su corazón escarchando los árboles de la
plaza. Un temblor sordo sacudió el mundo y un rugido de roca herida provocó el
llanto al sol. Fue entonces cuando la estatua del príncipe valiente, con el
corazón quebrado, se convirtió en una estatua de hielo. Y allí seguía, en el
pedestal, la golondrina esperando, como cada tarde, el mensaje que llevar.
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