lunes, 6 de julio de 2015

MI LEALTAD ES PARA CON LOS NIÑOS III

     El procedimiento

       Una vez obtenido el ambiente propicio para que surja el paraíso de los acosadores, puesta la semilla, dejada en reposo en el aula junto al eterno aspirante a ser humano y regada con el clan de canallas que corean al susodicho no humano, podremos sentarnos a observar cómo crece y se reproduce el acoso escolar.
       El procedimiento es tan parecido en todos los casos que los acosadores parecen seguir un protocolo previamente establecido y memorizado. Tanto es así que estoy empezando a pensar que proceden todos del mismo sitio, allá de donde nunca debieron salir. Y dado que desconozco el nombre del lugar, le asignaré uno que lo describa. ¿Qué tal Chusmistán? Me gusta, Chusmistán, tierra de Chusma. Así se llamará.
       Prosigo, estas últimas semanas he estado conversando con más madres de víctimas de acoso escolar. No hay nada como salir del armario para darse cuenta de que uno no está solo en el mundo. Y lo más sorprendente de todo es que las vidas de nuestros hijos eran aterradoramente paralelas. Tremendo. Y todo empezaba con el desafortunado encuentro de la criatura (porque esto empieza en los primeros años de colegio) con un habitante de Chusmistán.
       En cuanto el acosador pone sus ojos en su víctima, comienza su estrategia.
       Primero marcará a la criatura como “el otro”, “el diferente”, “el nocivo”. Para ello, comenzará justificando lo injustificable (su propio miedo, prejuicio o manía) con lo que, a cualquiera que no sea su grupo de canallas, parecería absurdo e increíble. De hecho así es. Cuando justifica su miserable actitud ante los padres de la criatura, estos asistirán, perplejos, a una sarta de estupideces a las que, a nada que sean gentes con sentido común, no podrán dar crédito y lo que es peor, estarán seguros de que nadie les creerá cuando lo cuenten, así que no lo contarán. He oído de todo, créanme, y todo sandeces: que si la criatura se empecinó en explicar por qué debía usar un estuche y no el que la profesora le proporcionaba, que si lanzó hojas secas a unos niños que le perseguían, para que le dejaran en paz, que si se negaba a orinar de la manera “oficial”, que si no aceptaba las trampas en el juego, que si no le gustaba el fútbol, que si se empeñaba en leer en el patio y no quería jugar, que si prefería jugar con criaturas del otro sexo, que si se distraía y miraba por la ventana o cantaba, que si le daban ataques de estornudos...
       En segundo lugar, lo apartará del grupo física y psicológicamente. El supuesto comportamiento monstruoso del niño o niña en cuestión será castigado con el aislamiento. Pondrá su mesa apartada de la del resto, lo castigará sacándolo al pasillo o enviándolo a otra clase o enviándolo al “rincón de pensar” con tanta asiduidad y duración que ese rincón más bien parecerá su sitio, incluso puede que lo decore para hacerlo suyo poniendo aquello que lo define (o al menos es lo que él cree) aunque para su profesor o profesora sólo es basura, como él. Por supuesto, cada castigo irá acompañado de la consabida bronca pública que servirá de plus de humillación y de aviso a navegantes. Cuando se hable de la víctima delante de los compañeros de clase o de cualquier otra persona o aspirante a serlo, se dirá únicamente lo negativo, de manera que todo el mundo creerá que jamás hace nada bien, que no tiene ninguna virtud.
       Este trato logrará el objetivo final del eterno aspirante a ser humano devenido en acosador: que la víctima comience a tener un comportamiento disruptivo. Los niños tienen una forma peculiar de hacernos saber que algo va mal en sus vidas y no es otro que el mal comportamiento. A falta de recursos lingüísticos para expresar su miedo, preocupación, malestar... se expresan con el lenguaje no verbal, pero eso va en su contra, porque ante sus lógicas reacciones a la humillación y marginación injustificadas, el emigrado de Chusmistán encontrará, por fin, las razones que necesitaba para mostrar al mundo cuánta razón tenía. Y su coro de canallas se encargarán de vocearlo por doquier para ganar adeptos a la causa: destrozarle la vida a una criatura.
       El acosador se reunirá con los padres de la criatura para contarles, esta vez sí, todo un rosario de malos comportamientos de su vástago, de manera que ahora, menos aún, podrán entender nada y compartir lo que ocurre. Seguirán en silencio intentando solucionar lo imposible de solucionar.
       El acosador permitirá a sus alumnos “favoritos” (porque los tiene, recuerden que no es ni un maestro ni un ser humano que pretenda ser maestro, solamente quiere ganar un dinero y hacerse pasar por humano) que se comporten mal con la víctima, que le insulten y le vejen. Al fin y al cabo, se lo merece porque es el otro, el diferente, el nocivo y ellos tienen derecho a defenderse, no vaya a ser que les contagie la diferencia. Así hace escuela y ya no tiene que ensuciarse las manos con el maltrato, ya ha conseguido que otros le maltraten por él.
       Poco a poco se teje en torno a la víctima un clima de malos tratos físicos y psicológicos, de aislamiento, de justificaciones buscadas y encontradas a propósito, de despropósitos y acusaciones absurdas, de dolor y soledad, de manera que su vida se va convirtiendo en un infierno del que no puede salir, del que no es fácil encontrar la salida, una salida digna.

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