viernes, 28 de agosto de 2015

NO ES ÉSTA LA EUROPA QUE QUIERO

       Veo las caravanas de hombres, mujeres y niños que caminan huyendo del horror; las barcas desbordadas de personas con rostros descompuestos por el dolor, la fatiga, el hambre y el miedo; vías de tren invadidas por una multitud que necesita sentirse a salvo; veo seres humanos sentados en el suelo exhaustos, con la desesperanza en los ojos, con el miedo y el infierno vivido grabados en sus miradas.
       Veo las alambradas con espinas y concertinas; las barcas de salvamento con hombres desolados porque no hay ya nadie a quien salvar; al ejército y la policía intentando detener el avance imparable de los que huyen de la atrocidad intentando salvar sus vidas.
       Veo los restos de los incendios provocados por quienes perdieron el corazón y la humanidad; las camillas cubiertas que salen de bodegas de barcos o de camiones convertidos en fosas comunes; veo el mar, nuestro mar, arrastrando a la orilla a quienes no lo consiguieron.
       Veo todo esto y no me gusta. Siento dolor, mucho dolor.
       Yo no tengo madera de héroe. Si aquí hubiera un conflicto armado, si unos locos decidieran empezar a matar, yo me iría. Huiría porque no soy persona que busque pelea, no soy de los que se aprovechan de nadie, no guardo rencor y procuro no hacer daño. Soy buena gente. Y la buena gente no sabemos vivir en guerra. La buena gente no sabemos movernos en ambientes convulsos donde todo vale, donde a uno lo matan, lo violan o lo torturan sólo porque alguien, que dejó de ser humano, así lo decide. Por eso, cuando miro a los que huyen, me siento en su piel. Yo podría estar allí. Yo podría ser cualquiera de esas mujeres que huyen con sus hijos en brazos. Así que ellos no me dan miedo. Ellos son como yo, como los millones de buena gente que vivimos en Europa.
       Me dan miedo los otros, los que golpean sin piedad, los que miran a otro lado cuando pueden parar tanto dolor, los que se escudan en falsas creencias y las trasmiten como dogmas. Pero sobre todo, me dan miedo aquellos que son capaces de aprovecharse del dolor y la desesperación ajena; los que incendian el techo bajo el que se refugian los que nada tienen; los que golpean, insultan y vejan a los débiles, a los que huyeron buscando un lugar donde vivir en paz; a los que cogen el dinero de quienes pagan por una esperanza y luego los abandonan, sin sentir el más mínimo escrúpulo, encerrándolos para que mueran asfixiados o los lanzan por la borda. A todos ellos les tengo miedo, porque no reconozco en sus ojos ninguna señal de humanidad. Ellos son “los otros”.
       Ésta no es la Europa que quiero, ni el mundo en el que quiero vivir. Ésta no es la Europa por la que lucharon nuestros antepasados. Tenemos una responsabilidad con el mundo. Somos la Europa de los valores, la de la libertad, la igualdad, la justicia, la cultura. La Europa en la que cualquiera desearía vivir porque establecimos un sistema que garantizaba los derechos humanos universales. ¿A quién se la hemos vendido? ¿Qué vamos a hacer para recuperarla?

lunes, 24 de agosto de 2015

CUESTIÓN DE PRIORIDADES

      ¿Se imaginan ustedes que la selección española de fútbol fuera campeona del mundo otra vez y que en las noticias de La 1 dieran la noticia, en la sección de deportes,  y el relato durara alrededor de dos minutos? No ¿verdad? Es impensable. Y lo es porque no se llega a ser campeón del mundo todos los días, ni siquiera todos los años, porque no es fácil ser campeón del mundo y, por tanto, representa una gesta.
       El deportista que llega a ser campeón del mundo ha sido el mejor preparado física y mentalmente de entre todos sus rivales. Ha demostrado ser más fuerte y tener más resistencia física y mental. Ha demostrado tener una mejor estrategia, ser más inteligente y adaptarse mejor a las exigencias de cada momento de la competición. Y la noticia debería dar cuenta de todo ello.
       Además es una alegría para todos que un, o unos compatriotas sea los mejores del mundo.  Es una satisfacción porque, como país, invertimos mucho dinero en la formación y desarrollo de nuestros deportistas, porque llevarlos a un campeonato del mundo cuesta mucho dinero y, en concreto, en este país, no andamos sobrados, así que nos supone un grandísimo esfuerzo que, sentimos bien invertido en ese momento. Nos hace sentirnos orgullosos.  Así que damos por bien empleado el tiempo y el dinero y nos gusta escuchar todo lo ocurrido durante la competición, saber qué ocurrió, cómo resolvieron los problemas y, sobre todo nos emociona compartir, aunque sea por televisión, los momentos de celebración y euforia.
       Dicho esto, yo entiendo que el fútbol es el deporte que más dinero y emociones mueve, pero pongamos las cosas en su sitio:
       Que Miguel Ángel López haya sido campeón del mundo en 20km Marcha es infinitamente más importante que la llegada del F.C. Barcelona al hotel de Bilbao donde ayer jugó; o que el Real Madrid C.F. hiciera lo propio en Gijón. Bastante más importante que el hecho de que no sé qué club jugara de nuevo en primera división y más importante que los resultados de la jornada anterior de la liga. Así que el lugar dedicado a dar tan importantísima noticia y el hecho de que le dedicaran menos de cinco minutos a comentarla y apenas unos segundos a las imágenes de una prueba que duró 1 hora y 19 minutos y 14 segundos y que, además, supone un récord personal, es, fundamentalmente, INSULTANTE.
       Resulta un desprecio al atleta, a su deporte, a su entrenador y a todos los españoles. Además de resultar discriminatorio e indignante por tratarse de una televisión que pagamos entre todos. Todos los deportistas son iguales y su esfuerzo merece la misma recompensa de reconocimiento público.

IR DE COMPRAS: DE ODISEA A CRUZADA

       Definitivamente, lo mío no son las tiendas. Eso o alguien pretende boicotearme, con algún oscuro propósito, cada vez que voy de compras.
       A mí me gusta salir de vez en cuando a hacer algo de ejercicio. No mucho, la verdad. Ni muy a menudo. Pero, a veces, siento la llamada del cuerpo anquilosado y me gusta salir a marchar. Sí, ya sé que el común de los mortales sale a correr, pero yo no pertenezco al común de los mortales, a estas alturas ya casi todo el mundo lo sabe. Y además me encanta ser “rara”. El caso es que me gusta salir a marchar (no confundir con salir de marcha) y por fin había encontrado unas zapatillas que no me provocaban un terrible dolor de tibiales, que no se lo deseo a nadie, por canalla que sea el interfecto. Eso sí, pesaban tres quintales cada una pero como no pretendo competir, sino desentumecerme sin dolor, ese pequeño detalle no importaba demasiado.
       La semana pasada salí a rodar (vocablo del argot atlético que significa salir a hacer kilómetros  y que prefiero a la expresión “ir de marcha”, por razones obvias). Nada más empezar noté que no apoyaba bien, algo no funcionaba como debía. Miré mis zapatillas y ahí estaba el problema: rotas y sin posibilidad de arreglo porque había perdido parte del relleno de la suela (que también se las trae, porque ni son tan viejas ni las he utilizado tanto para que se estropeen de esa manera). El caso es que me había quedado sin zapatillas de deporte y, ya que tenía que comprarme unas, pensé en que fueran aptas para marchar.
       Recordé que este invierno había visto muchas de ellas en una famosa y especializada tienda de deporte, así que hacia allí encaminé mis pasos, confiando en que mi memoria fotográfica me condujese directamente al pasillo y a la estantería en donde las había visto, porque odio ir callejeando sin rumbo entre productos. Pero no. En este tipo de comercios tienen la puñetera manía de cambiar periódicamente la distribución de la mercancía por si eres tonto y picas comprando algo que no necesitas pero mira, ahora que lo ves… Así que, después de dar varias vueltas intentando orientarme entre pasillos y pasillos de estanterías llenas de artículos de toda clase y miles de zapatillas, opté por preguntar a un dependiente:
        ‒Buenas tardes, ¿me puedes ayudar? –Utilicé el tuteo porque era joven.
        ‒Sí, dígame.
       ¡Mierda! Él no me considera joven. Bueno, igual es norma de la casa hablar de usted a todos los clientes, vayamos al grano.
        ‒Mira, busco unas zapatillas para marcha atlética.
       Ante la cara de estupor del chico, pregunto:
        ‒¿Sabes qué es?
       Niega con la cabeza.
        ‒La prueba del atletismo español que más medallas ha dado en europeos, mundiales y Olimpiadas –le digo ya con cierto malhumor porque se supone que es una tienda especializada.
       Como si le hablase en chino. Ante su inutilidad manifiesta, me lleva junto a unos compañeros suyos que, según me dijo, sabían mucho. El comité de sabios estaba reunido al final de un pasillo comentando lo que fuera, eso sí, muy gracioso, cuando les interrumpió el aprendiz:
        ‒Busca zapatillas de…
        ‒Marcha atlética –acabé, dada la imposibilidad del muchacho de repetir tan complicada expresión.
       Al comité de sabios le faltó preguntar, “¿Lo cualo?”, porque me miraron con los ojos tan abiertos y una mirada tan interrogante, que si esto fuera un cómic, toda la viñeta sería el signo de interrogación.
       Yo empezaba a perder la paciencia y se me notaba en la transformación de mi mirada. Ellos detienen a otro sabio que pasaba por allí y le preguntan si sabe qué es la… marcha atlética, volví a decir yo. El individuo, en un alarde de sabiduría, suelta:
        ‒¿No sabéis qué es? ¡Eso que van así! –e imitó el movimiento de culo con el que se suele ridiculizar a los marchadores. Claro que, al ver mi mirada furibunda, decidió empezar a mover los brazos y dejar de mover el culo.
        ‒¿Y tenemos zapatillas para eso? –preguntó el presidente del comité de sabios al Pontifex Maximus.
        ‒Ni idea –respondió encogiéndose de hombros y marchándose con la satisfacción del trabajo bien hecho.
        ‒Sí teníais. Yo vine aquí este invierno y las vi. Estaban al final de una estantería. Y había toda una sección para ellas. Enfrente teníais otras que habíais clasificado como para marcha urbana, y las que yo busco estaban bajo el cartel de marcha atlética y no distinguíais entre hombres y mujeres, mientras que de las de marcha urbana, sí había sección para hombres y sección para mujeres.
       Mientras les abrumaba con tanta información, ellos miraban a todas partes en busca de alguien que los sacara de aquel entuerto. Pasó por allí una dependienta y se agarraron a ella como a un clavo ardiendo. La chica, una vez informada de lo que empezaba a ser una odisea, me dice:
        ‒De eso no tenemos, pero tengo aquí unas zapatillas que te pueden venir bien, porque sirven para lo mismo y no pesan nada y bla, bla, bla, -empezó a decirme mientras me alejaba del comité de sabios, me llevaba al pasillo anterior y se situaba frente a las zapatillas del más naranja fosforescente que he visto en mi vida.
       Se empeñó en que me las probara sin escuchar mis observaciones respecto de que no eran lo que buscaba, ésas eran para correr, por asfalto, eso sí, pero no para marchar, tenían demasiada suela en el talón con lo que el dolor de tibiales estaba asegurado… Nada, no era su intención escucharme así que opté por probármelas y marchar pasillo arriba, pasillo abajo con ellas puestas, hasta que la chica, como yo imaginaba, se aburrió y me dejó para ocuparse a otros menesteres.
       Dejé las maravillosas, carísimas y desajustadas zapatillas en lo que a mis necesidades se referían, en su hueco y me fui yo sola a la aventura de encontrar lo que buscaba. Y lo hallé dos pasillos más atrás. Ahí estaban flamantes ellas, negras y verdes. Me las probé aunque el precio no me convencía mucho porque era excesivo para el uso que yo iba a darles. Eran perfectas. ¡Qué bien se marchaba con ellas! Lástima el precio, pero por no tener dolor…
       Ya iba pasillo abajo hacia la caja con ellas en la mano cuando, dos estanterías más allá, vi las mismas zapatillas, en otro color y mucho más baratas. No podía ser. Las miré por todos lados, incrédula. Me leí todas las especificaciones. Me las probé por si había gato encerrado. No. Eran iguales en todo, salvo el color. Entonces vi el cartel. Eran de otra temporada, por eso eran más baratas. Enarqué las cejas. ¿Cómo? ¿También hay moda en zapatillas para entrenar? ¿Pero no se trataba de que fueran buenas para el deporte que quieres practicar y para tu forma de pisar? Rápidamente las cogí y devolví las otras a su sitio. Me volví a dirigir hacia la caja cuando me interceptó otro amable dependiente al que no había visto hasta ese momento y me preguntó:
        ‒¿Son para usted?
        ‒Sí.
        ‒Es que son de hombre…
        ‒¿De hombre? –Repetí  con los ojos como platos–. ¿Qué quiere decir que son de hombre? ¿También hay zapatillas para hombre o para mujer? ¿Es que hay algo en los pies que nos haga diferentes?
       Yo miraba mis pies buscando en ellos algún indicio de marca sexual, pero no veía nada. Traje a mi memoria todos los pies de mujeres y de hombres que pude y, salvo que los pies de los hombres que pude recordar en ese momento eran más feos y peludos que los de las mujeres, no encontraba nada que pudiera ser tan importante como para distinguir el género de las zapatillas. O… tal vez… Separé los dedos cuanto pude y miré entre ellos a ver si allí se ocultaba el sexo de los pies, pero tampoco. Así que volví a mirar al dependiente que me miraba perplejo, sin entender mi asombro y, menos aún, mi búsqueda interdigital.
       Me señaló la estantería que había frente a las que yo había estado mirando hasta encontrar las zapatillas que pretendía comprar y la recorrió con la mano, cual hombre del tiempo mostrando el mapa que tiene en el plasma a su espalda, mientras mostraba una enorme sonrisa de satisfacción.
       Mis hombros se cayeron al suelo mientras mi cara era la viva imagen de la rendición. No podía ser. ¿De verdad era eso lo que me estaba diciendo? Pero, ¿esto qué puñetas quiere decir? ¿Es una tomadura de pelo o de verdad se creen que somos tan…? Me repuse, hice de tripas, corazón y, con una amable sonrisa, le dije al muchacho:
        ‒Las mujeres podemos ponernos ropa y calzado que no sea rosa.
        ‒Ya, pero son más bonitas.
        ‒No a todas las mujeres nos gusta el rosa. Yo, por ejemplo, lo odio.
        ‒Éstas no son completamente rosas.
        ‒No, son grises y rosa-bebé a partes iguales y hace mucho que dejé de ser bebé.
        ‒Éstas tampoco son rosas.
        ‒En realidad sí, porque el fucsia es una variedad del rosa y son fucsia y negras.
        ‒Pero son de chica.
        ‒No te preocupes –dije ya hastiada–, mi femineidad no va a resentirse por no ir de rosa.

jueves, 20 de agosto de 2015

¿HASTA CUÁNDO?

       Ayer sentí miedo. Un miedo que debió instalarse hace mucho, mucho tiempo, en mi código genético. Un miedo irracional, como todos, pero que en otro lugar, en otro tiempo, hubiera marcado la diferencia entre la vida y la muerte, entre salir indemne o marcada para siempre.
       Caminaba por un aparcamiento distraída. De repente vi que tres chicos jóvenes y fuertes se acercaban hacia mí. Mi cuerpo se tensó y mis ojos descubrieron que no había nadie más que ellos y yo. Sentí la adrenalina recorriendo mi cuerpo, todas las señales de alarma activadas, mi cuerpo preparado para la lucha porque ya no había tiempo para huir. Les miré a los ojos para detectar el primer aviso. No hubo nada. Pasaron por mi lado sin mirarme siquiera.
       El miedo cedió paso al enfado. En otro lugar, en otro tiempo yo habría sido una víctima. Como miles de mujeres antes, ahora y…  ¿hasta cuándo?
       Ayer sentí miedo. Un miedo aprendido y heredado. Un miedo de mujer. Miedo por ser una mujer. ¿Hasta cuándo?

martes, 18 de agosto de 2015

DULCES VACACIONES

      Me encantan las vacaciones. Sobre todo las de verano. Me traen recuerdos de adolescencia. Cuando no tenía nada más que hacer que vivir, que no es poco. Igual que entonces, me paso el año deseando que lleguen. Ansiando ese momento en que desconectar del mundo e irme con mi familia donde nadie nos pueda encontrar.
      Este año parecía que nunca iban a llegar las vacaciones. Ha sido un año tan tremendo que no veía el fin. El mes de julio se ha hecho eterno, creía que no iba a acabar nunca y durante la última semana, mis fuerzas estaban tan menguadas que casi me arrastraba por los días. Pero por fin llegó el día 31. ¡Y estaba viva! Preparé las maletas llenas de ilusión, ropa de verano y porsiacasos. El día 3 de agosto, nos levantamos los cuatro pronto y con ganas de viajar adonde la vida nos llevara.
      No me gusta mucho programar las vacaciones. Lo justo para tener un lugar donde dormir (fundamental cuando viajas con niños) y tres destinos: uno cultural, otro gastronómico y otro donde comprar recuerdos. El resto, lo dejo al azar, que ahora suele incluir parques y cualquier medio acuático. Este año con mayor motivo porque necesitábamos como nunca un lugar en el que perdernos.
      Cargamos las maletas en el coche e iniciamos ruta. Treinta minutos después, comenzaron los “¿Cuándo llegamos?” y los “¿Falta mucho?” Pero aún teníamos todo el optimismo a flor de piel y lo zanjamos con un seco y tajante “Seis horas, controla el reloj tú mismo”.
      Empezamos a admirar el paisaje y a comentar cada cosa que nos encontrábamos. Sí, puede que seamos unos padres cargantes, pero si vemos molinos de viento, ¿por qué no hablar de la energía eólica? Si cruzamos un río, ¿por qué no decir dónde nace y desemboca? Si cambiamos de comunidad autónoma, ¿por qué no repasar las comunidades autónomas y  sus provincias y, de paso, anticipar si nos encontraremos o no con el mar? Y eso vimos: molinos de viento a babor. Los anunciamos con entusiasmo porque pasábamos muy cerca y se podía admirar su tamaño. Primer enfado de la mañana. A babor se sienta el pequeño y no soporta que su hermano mire por SU ventanilla. Discuten, se enfadan, se insultan… Tema zanjado con un “¡Se acabó!” contundente.
      Se acabó aparentemente, porque la guerra fría continuaba por lo bajinis y como toda guerra fría, volvió a calentarse y salir a la superficie hasta en tres ocasiones más antes de parar a almorzar, en otras dos durante el almuerzo y cuatro más en el trayecto hasta la siguiente parada a comer.
      Ahora era el mayor quien se quejaba de haber oído 40 veces la misma canción. Falso. La verdad es que había sonado 43 veces en las últimas dos horas y no parecía que el pequeño fuera a aborrecerla.
      Parada a comer en el lugar previsto, a la hora prevista. ¡Bien, somos unos hachas! Buscamos un sitio para comer con dos energumenitos odiándose y amándose a partes iguales. Los separas para que no discutan, se buscan porque se quieren con locura y no pueden vivir sin el otro. Les dejas que estén juntos, craso error, acabarán con tus nervios. Empezando a perder la paciencia, que traíamos bastante mermada, nos adentramos en el primer lugar que encontramos, sin atender a las señales. Error. Comimos unos bocatas bastante vulgares rodeados de moscas y con nuestros dos urbanitas gritando y huyendo despavoridos cada vez que una de ellas se posaba cerca de nosotros.
      Volvimos al coche con la esperanza de que se durmieran. Pero no. Escuchamos treinta y dos veces más la misma canción alternándola, esta vez, con la preferida del mayor tras una dura negociación con el pequeño. Señalamos los sucesivos cambios de paisaje, los cursos de los ríos, las poblaciones que atravesábamos y los cambios en la toponimia. Todo ello salpicado de amores fugaces y odios intempestivos. Llegué a la cabaña con la luz que indicaba que la paciencia estaba en reservas parpadeando en señal de urgencia y la garganta tocada por culpa de tres gritos a contratiempo (no consigo ser una madre sin gritos por más que me empeño, siempre acabo cayendo y luego me autofustigo mientras me duele la garganta).
      El sitio chulísimo, se respiraba paz y soledad, justo lo que necesitábamos. Bueno, lo necesitábamos mi marido y yo que estábamos agotados, porque los nanos tienen una extraña forma de manifestar su cansancio y es que cuando más cansados están, más activos se vuelven, de manera que entran en un círculo vicioso de pesadez suprema en el que uno lamenta no poder suministrar algún tipo de anestesia para que duerman de una puñetera vez.
      Exploramos el terreno, jugamos con la pelota y, gracias a que la comida había sido más bien escasa, pudimos convencerles de que había que encontrar una tienda para comprar el desayuno y un lugar en el que cenar. Llegamos al pueblo y, antes de entrar a la tienda, pagamos el peaje de la merienda en el bar del pueblo. No volvimos. Dos vasos de leche, cuatro madalenas, un café y un cortado costaron lo mismo que la comida del mediodía. Eso sí, también la compartimos con las moscas y los gritos de pánico.
      Cambiamos, pues, de pueblo para cenar. No servían cenas en ninguno de ellos si no era por encargo, y claro, las siete de la tarde ya no se considera hora de recibir encargos. Íbamos mejorando: un plato de jamón serrano (que imaginamos que estaría bueno porque el mayor lo devoró antes de que lo llegáramos a ver), uno de chorizo (que olía muy bien pero ignoramos cómo sabía porque el pequeño se hizo con él y lo defendía como a “su tesoro”) y un plato de queso con dos cañas y un agua acabaron con el presupuesto para comidas de dos días y encima ni nos sació el hambre canina que llevábamos, ni siquiera lo comimos a gusto, porque también lo compartimos con las moscas.
      El segundo día lo dedicamos al turismo cultural para quitárnoslo de encima antes de que los niños cogieran definitivamente el poder sobre las vacaciones. Un aperitivo en una plaza peatonal en la que pudieran correr, un poco de caminata en busca del muro perdido, un enfado porque nos negamos a comprar un juguete tan frágil como caro, otro porque nos negamos a llevar en brazos a nadie durante el paseo, una visita a una cerca que resultó de lo más gratificante porque se acercó un burrito y acabó con los enfados gracias a que comía cuanta hierba arrancaban los dos hermanos que, ahora sí, se amaban con locura. Algo de coche con las dos consabidas canciones que jamás lograré que se borren de mi cabeza, me invaden hasta los sueños. Comida algo cutre pero de cuchara junto a las consabidas moscas que estaban logrando ruralizar a mis urbanitas que empezaban a acostumbrarse a ellas. Paseo por la ciudad en busca de helados para postre mientras los críos jugaban a pillar, a correr o a saltar y cómo no, seguían enfadándose o queriéndose a cada poco. Más coche y visita muy recomendable a un monasterio. Regreso a la cabaña y cena allí, que ya habíamos aprendido la lección.
      Tercer día, visita a la capital y día de niños. Los padres sólo queríamos una leve visita gastronómica. Mañana en un parque junto al Ebro. No logré que el pequeño quisiera saber cómo es un rio. Harto de no poder ver ninguno desde SU ventanilla, les ha declarado su más profundo desprecio. Se niega en rotundo a mirar alguno. Simplemente, no le interesan. Eso sí, los maniquíes que señalan en la carretera la presencia de obras, son de lo más interesante. No se perdió ni uno e imitaba su cadencia cada vez que se cruzaba con un coche, con el consiguiente peligro de quedarse sin brazo, la bronca y su enfado monumental porque, encima de que los coches no le hacen caso, sus padres le riñen y no le dejan plantarse en medio de la carretera a mover el brazo como los señores-muñeco.
      Tras la mañana en el parque, nos tocaba el vermú a los padres. El placer de un pincho y una cerveza fresquita, una conversación intrascendente y plácida, la paz… Y la cara de mosqueo del mayor porque su hermano yoquésequé, la interrupción, convertida en costumbre, para atender a una emergencia del pequeño, los ojos estrábicos perdidos por seguir a cada uno que, en su fase de no te soporto, han emprendido direcciones opuestas, en fin, un "come rápido y nos vamos que molestamos".
      Por la tarde, la película prometida en el cine. Todo parecía ir de lujo, sentados juntos y sin discutir, sin que el pequeño saliera huyendo ni el mayor le agobiara contándole la siguiente escena un segundo antes de alcanzarla. La película, muy bonita, la verdad. Venció al sueño de la siesta, no digo más. Eso sí, fue encender las luces de la sala, y el pequeño explotar con toda la emoción contenida y su imperiosa necesidad de movimiento retenida durante la hora y media de película y, cómo no, en su explosión chocó con su hermano, quien se rebotó, y comenzó una pelea entre butacas que acabó con cuatro castigados en la cabaña sin más fiestas.
      El cuarto día transcurrió entre parques y pantano, todo cerca de la cabaña. Importante reseñar que el pequeño seguía con su desprecio más absoluto hacia los ríos, que descubrió un cadáver de avispa flotando en la orilla del pantano, razón por la cual tuvimos que emigrar a la otra orilla del embarcadero, que aprendió a girar colgando de unas anillas y que el mayor se enfadó con nosotros, los padres, porque no podía imitarlo, con lo que se negó a caminar y el pequeño, también, por solidaridad. ¡Ah! Se me olvidaba lo más importante, fue el único día en el que comimos muy bien. Buena comida y muy bien cocinada, raciones abundantes (quizá demasiado), sin moscas a la vista… Eso sí, justo al terminar el postre, el pequeño se me acercó y… me vomitó encima todo el plato de natillas que se acababa de comer.
      El quinto día fue algo más apacible. Se auguraba el final. Anduvimos de visita turística y ningún incidente ni disputa mencionable entre ellos. Todo amor y cordialidad. De hecho el único enfado fue con nosotros que vaya usted a saber por qué se enfadó el mayor, y, como el pequeño seguía solidario, nos abandonaron en mitad de la calle. Caminaban solos, de la mano, deteniéndose y escondiéndose si descubrían el escondite desde el que espiábamos su deambular. Hasta que una estatua les devolvió a la normalidad y se dedicaron a jugar a que les limpiara la estatua los zapatos en vez de jugar a Hansel y Grettel.
      El día de regreso amaneció frío y lluvioso, pero fue tranquilo. El pequeño mantuvo, durante media hora, despóticamente, al mayor, acariciándole el brazo para estar tranquilo porque, para no dormirme, yo había tenido la osadía de poner otro disco y otras canciones que no eran las suyas.
      La siguiente semana de vacaciones transcurrió entre piscina y apartamento. Poco a poco recargábamos fuerzas y nos acostumbrábamos a la convivencia durante veinticuatro horas. Ya no lamentábamos no habérnoslos comido cada vez que tuvimos la oportunidad. Y, de repente, en el mejor momento, amaneció el 17 de agosto y empezamos a trabajar. Y aquí estamos, echándolos de menos y mirando el reloj a cada poco para volver a casa, a los enfados, a los gritos y a la ardua tarea de educar.
      Ésa es la trampa. Uno se queda con ganas de más y comienza a desear que lleguen las vacaciones del año siguiente para poder descansar y disfrutar de los hijos. Para tener unas dulces vacaciones.

viernes, 14 de agosto de 2015

AMORES IMPOSIBLES

       Ella sólo era una página suelta en la vida de él, una tozuda página suelta que aparecía y desaparecía periódicamente en su novela para mostrarle que otro mundo era posible. Con ella vislumbraba un camino que se le antojaba tan deseable como intransitable. Con ella sentía la emoción y el miedo ante lo desconocido. Con ella creía que podría abandonarse en ella.
       Él había decidido que ella sería ese amor que jamás se corrompería con la cotidianidad; ese espíritu libre al que perseguir constantemente para, nada más sentirlo entre sus dedos, dejar que escapara de nuevo; esa brisa fresca que trae, cada mañana, aromas de lugares soñados; ese amor imposible que sólo se puede soñar y que, de vez en cuando, uno tiene la ilusión de haberlo aprehendido en el mismo momento en el que siente que las yemas de sus dedos sólo tocan aire, humo.

       Ella lo supo un día. Una noche tuvo la certeza de que él jamás le concedería ser nada distinto a esa página suelta con la que le gustaba encontrarse cada vez que el azar así lo disponía. Jamás tendría la oportunidad de ser, ni siquiera, un capítulo suelto en su vida. Nunca podría volar junto a él para adentrarse en aquellos caminos soñados en busca de lo que juntos imaginaban que era vivir. Así que una tarde de otoño voló, arrastrada por el viento, junto a tantas hojas a las que, también, se les había acabado el tiempo.
       Él siguió acumulando capítulos y escribiendo su propia novela. Llegó incluso a encontrar una compañera que le proporcionó la felicidad terrenal que necesitaba hasta que finalizó su última página. Sin embargo, cada mañana, amanecía sonriendo ansioso, cual niño la mañana de Reyes, esperando, en vano, encontrar intercalada su página suelta.