miércoles, 28 de diciembre de 2016

EL REENCUENTRO

      Besó la postal de su nieto. "Esto es precioso, abuelita, te va a encantar. Mamá ha encontrado trabajo y yo tengo muchos amigos nuevos y vamos todas las tardes al bosque a trepar por los árboles. ¿Cuándo vendrás?"
      Hacía siete meses que se marcharon a Galicia y le extrañaba tanto...
      La gente a su alrededor miraba las pantallas y corría de un lado a otro. Ella sonreía y esperaba.
      -¡Abuelita, por fin has venido! ¡Qué ganas tenía de verte!
      El niño se le abalanzó abrazándola. Al separarse, le vio la herida en la cabeza.
      -¿Duele, cielo?
      -¡Qué va! Fue una inocentada. Ven, tengo mucho que enseñarte. Esto te va a encantar. ¡Vamos, corre! -dijo tirando de ella.
      -Ya voy -reía-. ¡Cuidado, que me vas a tirar!
      El pitido que había estado sonando en sus oídos hasta ese momento se detuvo. Hora de la muerte: quince y trece minutos.

martes, 27 de diciembre de 2016

DOS LECCIONES DE EMPATÍA Y UNA DE ECONOMÍA DE ANDAR POR CASA

Señor Alfonso Dastis:

      Como estamos en Navidad y ya sabe que es tiempo de regalar, yo quisiera entregarle esta reflexión para que usted pueda crecer como ministro y ampliar sus miras.
      Verá, señor, usted es un representante de la ciudadanía, la que le ha votado y la que no. Por tanto es necesario que empatice con sus representados para saber qué necesitan. Así que ahí va la lección de empatía número uno, usted no es el centro del universo ni la medida de todas las cosas, de manera que, considerar algo como una tragedia o no, dependiendo de su experiencia personal, no ayuda a que sus compatriotas le vean una persona que les representa sino, más bien, como un ser lejano que se cree por encima de los demás.
      Lección de empatía número dos: negar los sentimientos del otro no ayuda en absoluto a que éste confíe en usted y se sienta respetado. Puede que para usted no fuera una tragedia marcharse al extranjero y separarse de amigos y familia, no voy a entrar a valorar ni a discutir sobre si la voluntariedad u obligatoriedad del hecho en sí tiene algo que ver o no en la consideración –o no- de tragedia. Acepto barco como animal acuático y que a usted le pareció de lo más divertido y emocionante marcharse y que no sintió ni un ápice de morriña. Bien, afortunadamente, el mundo es diverso. Eso es lo que realmente nos enriquece, juntarnos con seres distintos a nosotros y aceptarlos y entenderlos. Observo que a usted la experiencia no le sirvió para enriquecerse conociendo gentes distintas a usted porque, de sus declaraciones se desprende que usted no reconoce que haya puntos de vista distintos y personas con sentimientos distintos. Abra los ojos y observe, pero sobre todo, respete a quien no piensa o siente como usted. No le niegue su derecho a sentir porque estará impidiendo cualquier posibilidad de comunicación.
      No hay que ser un economista para saber que cuando uno invierte en algo, espera que dé frutos y recuperar con creces lo invertido. Espera obtener beneficios. Así el agricultor prepara la tierra con esfuerzo, planta una semilla, la riega y la cuida mientras crece protegiéndola de plagas, de malas hierbas, de la climatología adversa, etc. Y todo ello porque espera recoger el fruto y poderlo vender y obtener beneficios. Lo mismo podríamos decir de cualquier oficio. Ahora ¿qué pensaría usted del agricultor, del carpintero o del emprendedor que invierte tiempo, dinero y esfuerzo en cultivar un campo, fabricar un mueble o levantar un negocio y cuando éste está a punto de dar beneficios se lo regala a la primera persona que pasaba por ahí? Como poco que o estaba loco o tonto ¿no? Y en cualquier caso que era un pésimo inversor. Pues eso es lo que pensamos muchos de un país que invierte tiempo, dinero y esfuerzo en formar jóvenes universitarios con grandes conocimientos y que después los regala al primer país que aparece en el horizonte.

viernes, 16 de diciembre de 2016

UN LUGAR PERFECTO V y última parte.

      Ella me miró intentando descifrar mis motivos y debió verlos muy claros porque me contestó:
      -Con una condición.
      -Dime.
       -Que no me cojas de la mano ni me ayudes a levantarme cuando me caiga.
       -Eso son dos condiciones.
       -Bueno, pues con dos condiciones.
       -No tengo intención de cogerte de la mano…, por ahora. Lo de ayudarte si te caes, es más complicado porque tengo por costumbre ayudar a quien está en apuros. Se llama educación. Y espero que si me caigo yo, tú me ayudes.
       Ella me miró divertida.
      -Bueno, yo te ayudaré si te caes aunque lo más probable es que acabemos los dos en el suelo. Pero, desde luego, a ti ni se te ocurra ayudarme porque será lo último que hagamos juntos.
       -Está bien –dije encogiéndome de hombros–, tú ganas.
       Cogimos nuestras toallas y nos encaminamos hacia la playa, seguidos por las miradas curiosas y el intercambio de codazos de la pandilla.
       Nada más llegar a la arena, Elsa cayó por primera vez. Yo metí las manos en los bolsillos y esperé a que se levantara con la misma encantadora gracia que lo hacen los títeres: primero alzó sus caderas hasta superar la línea de sus hombros, dio un pequeño salto para que las yemas de los dedos de sus pies se apoyaran en la arena, que ya empezaba a estar caliente, y despegó sus manos de la arena izando los brazos por encima de su cabeza y luego bajándolos grácilmente hasta dejarlos junto a su cuerpo.
       Entonces me miró. Yo sonreí y saqué mis manos de los bolsillos.
      -Gracias –dijo ella.
      -No hay de qué.
      Seguimos caminando hacia la orilla lentamente y yo tuve que meter mis manos en los bolsillos cuatro veces más.
      -Lo que me extraña –le dije al llegar a la orilla–, es que tengas las rodillas tan bonitas. Las mías están llenas de cicatrices y no me caigo tanto.
       Ella me miró divertida:
      -Soy de buena calidad.
      -¿Nos sentamos? Lo que más me gusta es ver el mar.
       -A mí bañarme y nadar.
       -Bueno, pues déjame que lo mire un rato y luego nos bañamos, que no vas a ganar siempre tú.
       -No soy de cristal.
       -Es evidente. Yo sí.
       Estuvimos mucho rato hablando. Yo le conté por qué estaba allí y por qué no salía de casa. Ella me contó por qué no pensaba quedarse encerrada nunca. Era tan hermosa y tenía tanta fuerza que me enamoré de ella ese mismo día.
        El sol estaba bien alto cuando decidimos bañarnos. Entrar en el mar con ella fue toda una aventura: las olas la derribaban a cada paso, así que la cogí en brazos y corrí con ella contra las olas tan rápido como me permitieron las piernas, saltando cada ola hasta que caímos los dos envueltos en la espuma y la besé. Fue un beso apresurado, apretando mis labios contra los suyos, con la premura que da un beso robado y la inocencia de quien no ha besado nunca antes. Cuando me separé de ella, desvié la mirada avergonzado, pero ella me sujetó la barbilla y me besó. El suyo fue dulce, largo, suave.
       Cuando regresábamos a la urbanización, ella me cogió de la mano.
       -Sujétame bien que no me caiga.
       Ya nunca nos hemos vuelto a soltar. Camino cada día de su mano, yo torpemente y procurando no tropezar con nada porque soy incapaz de escuchar la música que la mueve a ella, siempre de puntillas, con los pies y las rodillas sin perderse jamás de vista y bamboleando las caderas y los hombros con una gracia infinita.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

UN LUGAR PERFECTO IV

      Ella llegaba cada mañana a la piscina a eso de las once y media. A veces la acompañaban su hermana y su madre, otras acudía sin más compañía que su libro. Su hermana tendría unos diez años, ella debía tener la misma edad que yo: quince. Cuando bajaban juntas, siempre acababan enfadadas con su madre. Ellas se divertían tirándose al agua de mil maneras diferentes, a cual más tonta y más cómica (nada que ver con las perfectas piruetas de los perfectos ni con la perfecta postura corporal de las perfectas); o jugaban a hacerse aguadillas. Su madre siempre reñía a la pequeña: “Cuidado que vas a hacer daño a tu hermana”, “¿Por qué no juegas a otra cosa, que tu hermana se puede hacer daño?” Y ella acababa discutiendo con su madre: “¡Déjala en paz, que no soy de cristal!” Y recogían sus bártulos, enojadas, para alejarse de su mirada y sus comentarios sobreprotectores.
      Una mañana de las que apareció sólo con su libro, esperé, como otras veces, a que su danza finalizara con su desplome sobre la toalla para levantarme de mi silla y seguir observándola desde el escondite que me proporcionaba mi habitación. Sin embargo, nada más ponerme en pie, ella levantó sus ojos hacia mí y me clavó una mirada inquisitiva. Mi primer instinto fue el de retroceder rápidamente para esconderme, pero, inmediatamente me arrepentí avergonzado. Di un paso adelante, le sostuve la mirada mientras le sonreí y levanté la cabeza a modo de saludo. Ella no se inmutó y siguió mirándome fijamente. Yo me di media vuelta, entré corriendo a mi habitación y salí con mi bañador nuevo, la toalla que me regaló el único amigo que tenía en mi anterior colegio y con mi camiseta preferida.
      Me asomé a la cocina, mis padres andaban ocupados preparando la comida. Les dije:
      -Me bajo a la piscina, chao.
      Mi padre me miró desconcertado, mi madre sonrió y asintió con la cabeza.
      -Pásalo bien, hijo.
      Volví sobre mis pasos, le di un beso en la mejilla y, azorado, corrí hacia la puerta.
      Ella estaba mirando hacia mi portal. Cuando me vio aparecer sonrió triunfal.
       -Por fin bajas –se limitó a decir cuando me planté a su lado.
      -Me llamo Sergio.
       Asintió:
       -Tú ya sabes mi nombre ¿no?
       -Elsa –le dije mientras me sentaba a su lado.
       De repente fuimos conscientes de que la pandilla se había quedado en silencio y nos miraban con curiosidad.
      -Son imbéciles –dijo saludándoles con la mano y una mueca.
      Ellos desviaron sus miradas pero siguieron pendientes de la escena. Yo me estaba poniendo nervioso. No estaba acostumbrado a ser yo el objeto del interés de nadie. Tampoco sabía muy bien qué decir y no estaba dispuesto a ser el hazmerreír con tanto público así que me armé de valor y le dije:
       -¿Te vienes a la playa?

lunes, 12 de diciembre de 2016

UN LUGAR PERFECTO III

La pandilla ya llevaba un buen rato haciendo sus monadas y yo iba a volverme hacia mi cuarto, como cada día, para mi venganza particular: cuando me cansaba de sus cuerpos perfectos y sus vidas de película americana, me encerraba en mi habitación, cogía los lápices y el carbón y me dedicaba a caricaturizarles en las páginas de mi bloc de dibujo. Pero ese día, cuando me levantaba de la silla, la vi entrar. Caminaba como si bailase siguiendo el ritmo de una música que sólo ella oyera. Llevaba la toalla sobre el hombro izquierdo. Se detuvo frente a mi terraza, bastante alejada de ellos que ocupaban siempre la zona más próxima a la parte más honda de la piscina, monopolizándola con sus cabriolas. Ella dejó caer su toalla al césped y, mientras bailaba, la fue estirando. Cuando hubo acabado de arreglarla, se dejó caer sobre ella como si los últimos acordes hubieran acabado con su vida de bailarina. Luego, abrió el libro que llevaba en la mano derecha y se puso a leer.
Ellos observaron todo el ritual con menos sorpresa que yo. Deduje por sus gestos cómplices que la conocían. Ella ni les miró y ellos dejaron de hacerlo en cuanto se acabó la novedad de su presencia. Yo no pude dejar de mirarla. Era la chica más guapa que había visto nunca y, además, leía. Me esforcé por descifrar el título pero no lo conseguí.
Se ignoraron mutuamente durante toda la mañana. Por los cuchicheos de la pandilla perfecta, concluí que la conocían pero no hicieron nada por integrarla, por conversar siquiera con ella. Incluso me pareció percibir cierto desprecio cuando la miraban de reojo. “Normal –pensé yo–, ella es infinitamente más guapa y perfecta que todos ellos juntos. Eso se llama envidia”. 
Tampoco ella hizo ningún gesto que delatara el más mínimo interés por formar parte del grupo. En su desentendimiento de lo que ocurría al otro lado de la piscina había algo de desdén. Sonreí. Cada vez me gustaba más esa chica. Tenía lo que a mí me faltaba: valentía para que me importase un comino que me despreciasen y, además, mostrar públicamente lo poco que me afectaba.

domingo, 11 de diciembre de 2016

UN LUGAR PERFECTO II

      Aquel verano del 82 yo tenía quince años y estaba enfadado con la vida, con el mundo, con todo el mundo y también con mis padres porque no entendían nada, porque me habían traído a esta mierda de mundo y no me dejaban irme. Así que mientras la gente se preparaba para salir de casa a ver el primer partido de España en el mundial de fútbol, yo preparaba las maletas para el cambio de cárcel. Y mientras todos disfrutaban en el campo o en las calles, yo emprendía el camino hacia el lugar perfecto.
      La mañana siguiente amaneció soleada, pero me negué a salir de mi habitación. El tira y afloja con mis padres duró alrededor de una semana, creo, luego me venció el aburrimiento y opté por salir a la terraza. Estaba enfadado conmigo por la rendición y ni siquiera saludé a mi madre. La mañana era limpia y cálida. Aún no había nadie en la piscina y el sol reverberaba en el mar. Cogí una silla y me senté pegado a la barandilla dejando que mi vista se perdiera en el horizonte junto a mis pensamientos, con la respiración ronca de las olas al fondo. Poco a poco la mía se fue acompasando con la del mar y llegó la paz. Hacía mucho tiempo que no sentía paz. Era tan plácida que me adormecí escuchando el ronquido del mar, mi respiración y los latidos de mi corazón. Pero no duró mucho porque unas voces rompieron el encanto.
       Habían abierto la piscina y había entrado un grupo de chicos y chicas muy ruidosos. Tenía razón mi madre: eran perfectitos. Todos sonreían con dientes blancos; ellos con el pelo cortado a la moda, ellas con las melenas al viento; ellos con cuerpos atléticos que exhibían haciendo cabriolas de todo tipo y ellas, delgadas, bronceadas, riéndoles las gracias.
      Todos los días repetían el ritual: aparecían por la piscina a eso de las diez y media y se pasaban la mañana entre baños, juegos y charlas; desaparecían a mediodía y volvían a aparecer sobre las cuatro de la tarde. A eso de las seis, ellos cambiaban la piscina por cualquiera de las pistas deportivas y ellas se sentaban a animarles mientras comían pipas.
       No entendía de dónde se había sacado mi madre que yo podía encajar en esa pandilla. No pensaba darles el lujo de rechazarme. Ellos ocupando el espacio público y yo, en mi casa. Todos contentos.
       Cuando ya me había resignado a que cada mañana aquel grupo de seres perfectos y ajenos a cualquier cosa que no fuera su felicidad vinieran a recordarme que estaba enfadado con el mundo, apareció ella.

viernes, 9 de diciembre de 2016

UN LUGAR PERFECTO I

      En el verano del 82, mientras, afuera, la gente jaleaba a sus equipos nacionales y celebraba, eufórica, cada gol marcado en la portería contraria, yo estrenaba lugar de veraneo y lo convertía en mi cárcel particular.
      Mis padres habían comprado el apartamento unos meses antes y llegaron a casa, emocionados, mostrándome las llaves y los planos.
      -Es perfecto, Sergio, te va a encantar. Está frente al mar. De hecho, se ve desde la terraza y desde las habitaciones.
      -Vas a tener una habitación para ti y es grande; podrás llevar tus cosas.
      -El edificio hace una U, ¿lo ves? Y en el centro está la piscina con césped alrededor. A los lados tiene un campo de fútbol, una cancha de baloncesto y una pista de tenis –mi padre me iba señalando cada cosa que nombraba en los planos, como si a mí me interesara lo más mínimo.
      -Hay muchos chicos de tu edad, los hemos visto. Es una buena pandilla. Te vas a divertir y harás amigos nuevos. Es perfecto, de verdad.
      Yo les escuchaba con una mezcla de cabreo e incredulidad.
      “No me va a encantar. Yo no quiero ir a ningún sitio. ¿Quién les manda comprar nada? Pues allí tampoco voy a salir de casa. De mi cuarto, a la cocina para comer y ya. ¿Con que va a ser perfecto? Nada es perfecto. ¡Bah, amigos! ¿Quién necesita amigos? Yo tengo bastante con mis cosas.”
       ¡Mis cosas! Mis cosas se llamaban caballete, óleos, carbones y pinceles y formaban parte de mi terapia.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

ALBA

Alba y Luis eran novios desde la cuna. Sus padres los recuerdan cogidos de la mano en la sillita de bebés mientras paseaban por la calle, jugando juntos en el parque, durmiendo la siesta uno al lado del otro… Fueron juntos al colegio y se esperaban a la salida al patio o regresaban juntos a casa. Salían con la misma pandilla y nunca nadie les vio discutir ni enfadarse. Se amaban y se respetaban.
Por eso, a nadie le extrañó que decidieran estudiar en la misma universidad y marcharse a vivir juntos a otra ciudad.
Fueron juntos a buscar piso y a matricularse, la ilusión reflejada en unas sonrisas que iluminaba sus rostros.
Era miércoles. Alba estaba preparando la maleta: ropa, libros, sus cd’s favoritos… Canturreaba la última canción de moda, mientras iba y venía por la habitación recogiendo cosas. Sonrió al detenerse frente a la maleta y se recogió un par de mechones rebeldes que se empeñaban es escapar de su coleta. Echó un último vistazo a la habitación y cerró la cremallera. Cogió el osito de peluche que le había regalado Luis con la primera paga semanal, lo besó y lo metió en el bolso.
-Tú, conmigo, Laureano.
Llevó la maleta al salón y se sentó en el sofá a esperar a que Luis bajara a por ella. Las cuentas, como siempre: ella estaba preparada con cinco minutos de antelación y él tardaría otros cinco en bajar. Disponía de diez minutos para intentar que ni su madre ni su hermana pequeña lloraran.
-¡Pero si me vais a tener aquí cada fin de semana! Y te dejo que uses la ropa que he dejado en el armario.
Abrazó a su hermana y la besó, luego a su madre. Miró a su padre y se abalanzó sobre él como cuando era pequeña, frotando las narices como los gnomos. Miró el reloj y dijo:
-Tres, dos, uno –y se detuvo señalando la puerta.
Pero el timbre no sonó. Su cara mostró extrañeza durante un segundo, pero se repuso, se encogió de hombros y se dijo:
-Hoy toca despedidas, es normal que tarde más.
Esperó cinco minutos más, luego diez y tras quince minutos de retraso, cogió su maleta y su bolso y subió al piso de arriba. Llamó al timbre y esperó con gesto burlón que la puerta se abriera. Nada. Volvió a llamar con una mezcla de desconcierto y miedo a partes iguales. La puerta permaneció cerrada y no parecía haber signos de vida al otro lado. Buscó el móvil en el bolso y llamó a Luis pero se encontró con el buzón de voz. Lo intentó con su madre, primero y su padre, después. Sólo el maldito mensaje que decía que esos móviles no se hallaban operativos.
Regresó a su casa. Abrió la puerta y las caras de sus padres le hicieron comprender que algo grave pasaba.
-Se han ido.
No había explicaciones ni despedidas. No hubo nada, sólo vacío y dolor.
Alba se marchó sola a la universidad. Perdió el piso. Alguien había anulado el alquiler. Mejor así porque todo le hubiera recordado a él. Pasó a compartir un piso con otras estudiantes desconocidas que nunca dejaron de serlo.
Deambulaba por el campus sin rumbo. No sabía adónde dirigir su vida. Nada tenía sentido porque todo giraba en torno al abandono.
Luis perdió su nombre. Pasó a ser él y él se convirtió en un fantasma que le seguía a todas partes robándole el aliento, la alegría, la esperanza. Era un fantasma que asaltaba sus sueños usurpando el rostro de su amado justo en el momento en que él iba a besarla. Sus labios rozaban el hielo, sus ojos se abrían para descubrir que justo antes de desaparecer, el rostro amado se transformaba en una mueca horrible.
Alba perdió el curso y cambió de ciudad y de universidad huyendo de sus recuerdos, de su amor, de su miedo.
En la nueva ciudad todo era nuevo. Estrenó piso y amigos. Nadie supo de sus noches en vela acosada por el fantasma de él; del camino que recorrían sus pensamientos cuando a pesar de estar rodeada de amigos, sus ojos miraban a ninguna parte y el silencio se apoderaba de sus labios. Creían que era una chica tímida, reservada. Nadie preguntó hasta que apareció Héctor.
Estaban acabando la carrera y este compañero de clase que fue abriendo las puertas a la alegría, poco a poco, con tanto cuidado y sigilo que ni siquiera Alba fue consciente de ello, se convirtió en ese amigo que siempre está y que no parece pedir nada a cambio.
Héctor obtuvo la respuesta que Alba podía darle: se marchó; y la explicación que Alba había inventado: fue mi culpa. Héctor descubrió sus miedos, asistió perplejo a sus inseguridades, la acompañó en el proceso de reordenar su vida y se enamoró de ella.
Alba permitió que Héctor asistiera, abrazándola, a los momentos en que el terror se apoderaba de ella; a aquellos momentos en que creía que se volvía loca por el dolor; en los que sentía que ella no valía nada; en los que la vida se abría bajo sus pies. Permitió que la acompañara mientras aprendía a confiar y le agradeció la paciencia infinita que le concedió el tiempo necesario hasta que su corazón sanó; hasta que su cerebro autorizó a su corazón a sentir amor. Y entonces miró a Héctor y sus ojos descubrieron al hombre que era y le amó.
Héctor esperaba el día de la graduación para besarla por primera vez. Estaba tan hermosa, sonreía sin parar. Se acercó a saludarla y vio que sus ojos miraban más allá de él. Los siguió y descubrió cómo se juntaban con los de un chico de su edad al que jamás había visto. La miró. Los ojos de Alba se tiñeron de miedo, de desolación y de amor a partes iguales. Sus labios dejaron escapar un suspiro y el nombre de Luis.
Aquel desconocido se acercó a ellos sonriente y seguro de sí mismo, la cogió por la cintura y, tras decirle lo guapa que estaba, la besó en los labios. Héctor se retiró al rincón de los amigos y casi se volvió invisible.
Alba disparó tantas preguntas como era capaz de pronunciar, Luis sonreía y pedía tiempo, que las cosas no eran tan sencillas, que había mucho que contar. Le dijo que la amaba, que siempre la había amado, que no era culpa suya, que no lo pudo evitar y que nadie los separaría ya nunca más.
Alba sonreía transportada al pasado por unos recuerdos felices, se encontró en un lugar confortable donde nada había ocurrido, donde todo era posible, donde ella era ella: aquella chica fuerte y segura.
Entonces lo vio. Sus ojos se cruzaron durante un instante con los de Héctor y recorrió en un instante todo el dolor de los años de abandono; y sintió la seguridad de la nueva Alba, la que había caído y se había levantado; y supo que lo amaba.
Se soltó del abrazo de Luis y se quedó en medio de los dos. Se enfadó con ambos, con el uno por regresar justo ahora y con el otro por quedarse mirando en un rincón, por no luchar por ella. Y se sintió culpable por traicionar a los dos, a cualquiera de los dos.


Aquí acaba el relato. ¿Con quién debe quedarse Alba? ¿Con quién te irías tú? ¿Vuelve con su primer amor? ¿Sigue adelante con su vida junto al hombre que la ha ayudado a volver a amar? Haga lo que haga Alba, la entenderemos y la respetaremos, seguro. Tiene derecho a decidir igual que tiene derecho a rehacer su vida. ¿Verdad? ¿Y por qué nos cuesta tanto entenderlo si se trata de una criatura la que ha sido abandonada por sus padres? ¿No tiene derecho a rehacer su vida?

viernes, 9 de septiembre de 2016

EPISODIOS DE UNA GUERRA INTERMINABLE de Almudena Grandes. MIS LECTURAS DE ESTE VERANO

      Hacía mucho tiempo que no leía LITERATURA, así, con mayúsculas. Y ojo, que novelas más o menos buenas o interesantes hay a porrillo y, para gustos, los colores. Pero para calificar una novela como LITERATURA se necesita mucho más que una historia interesante.
      Llevo mucho tiempo leyendo novelas que se venden muy bien, que tienen títulos que prometen, que cuentan historias interesantes y que utilizan a la perfección la técnica de las teleseries para enganchar al lector, pero en las que no encontraba ninguna sorpresa, ni siquiera el final, que era previsible desde el mismo planteamiento, y donde el autor o la autora no corre ningún riesgo. Son novelas con una estructura lineal y sencilla de planteamiento, nudo y desenlace, sin juegos estructurales o saltos en el espacio o el tiempo; con personajes que no evolucionan, que sólo están ahí y a los que sólo les ocurren cosas porque son el pretexto para que el autor pueda contarnos la historia que quería contar; en las que el autor rompe el pacto de verosimilitud con el lector, probablemente de manera inconsciente, porque ni siquiera se plantea que lo que nos cuenta no es creíble o es radicalmente imposible, porque le da igual que no lo sea ya que sólo es un elemento secundario para la gran historia que nos quiere contar. Reconozco que esto último me resulta insoportable, me parece una falta de respeto y me cabrea sobremanera.
      Nada de esto ocurre en cada una de las tres novelas que, por ahora, componen los Episodios de una Guerra Interminable y, ni siquiera, en las tres novelas en conjunto. El relato se teje con un cuidado exquisito; el trabajo de documentación es impecable, de manera que en cada novela se plantea una escena sobre el periodo correspondiente a la guerra civil española y a la posguerra, que nos permite asistir a esa parte de nuestra historia que no nos han contado; los personajes toman decisiones basadas en su experiencia vital, aprenden y evolucionan, y lo que más me ha gustado, algunos de ellos saltan de una novela a otra, tanto para que entendamos su trayectoria vital como para que las escenas individuales encajen a la perfección en el gran cuadro que la autora quiere mostrarnos sobre ese periodo y así podamos asistir a todo un despliegue de una realidad que, hasta ahora, había permanecido oculta pero que, a través del gran relato, podemos ir desentrañando.  Está tan bien tejido este relato que todo en él tiene un por qué y un para qué.
      Yo llegué a los Episodios de una Guerra Interminable casi por casualidad. Escuché a Almudena Grandes en una entrevista sobre Las tres bodas de Manolita y me entró mucha curiosidad por saber más de esta guerra de la que casi no se habla. En realidad, quería saber aquello que nunca nos han contado pero que subyacía en las conversaciones en voz baja y entre adultos, que apenas intuíamos los niños y que encerraban a familiares y amigos en un halo de misterio. Me llevó a leerlos el mismo interés que, a pesar del castigo, no consiguió erradicar aquella profesora que tuve a los tres años y que un día comenzó a hablarnos de Dios y los angelitos y a la que interrumpí diciéndole: “Mire, seño, yo es que de Dios y de los ángeles ya me lo sé todo porque me lo cuenta mi abuelita; hábleme, por favor, del demonio porque de ése no me cuentan nada y parece interesante”. Pues eso, siempre he sabido que había mucho que no se contaba y, por fin, alguien parecía querer hablar de ello.
      Tuve suerte y los Reyes Magos me trajeron los libros, pero no el tiempo para leerlos, así que tuvieron que esperar al verano.
      Reconozco que leí Inés y la alegría con una mezcla de sorpresa y expectación. Era evidente que lo que tenía en mis manos no era una novela cualquiera. Me reconocí en las alusiones a la historia y a la Historia; disfruté comprobando (sí, sé que soy muy tiquismiquis) que la Historia que se me contaba se correspondía con lo ocurrido, para ello leía con san Google a mano; me gustó mucho la historia, su planteamiento y su verosimilitud; me alegré al encontrarme con una estructura compleja y con una autora que corría riesgos.
      Devoré El lector de Julio Verne. Su historia me cautivó desde el primer momento y no podía soltar el libro. No sabía nada de la Historia en la que se ambienta la historia así que aprendí mucho y seguí comprobando que podía fiarme de Almudena Grandes. Comencé a comprobar que no estaba asistiendo a escenas sueltas sino a retazos de un gran tapiz en el que podría encontrar a la España oculta y silenciada y que esos retazos encajaban a la perfección. Y, por supuesto, el final. No desvelaré nada pero sí diré que es un gran final.
      Las tres bodas de Manolita fue la novela que me hizo decidir escribir esta reseña y agradecerle a la autora el buen rato que me había hecho pasar con su buen hacer. En ella una comprueba cómo las piezas del tapiz encajan pero no sólo para descubrir eso que también ocurrió, sino para que esos personajes que parecen secundarios cobren fuerza, para que sepamos por qué estaban ahí y por qué actuaron de esa manera. Es sencillamente genial la construcción de los personajes, su evolución los hace creíbles, humanos, cercanos… Y de nuevo el final.
      Pero claro, es que una NOVELA no se teje en cuatro días.
      Gracias Almudena Grandes por asumir el reto, por asumir los riesgos, por hacer LITERATURA y por hacernos disfrutar.

viernes, 2 de septiembre de 2016

ESCENA OCTAVA O DE CÓMO LA ALEGRÍA DE LAS PEQUEÑAS COSAS ACABA IMPONIÉNDOSE

      No me he reído mucho durante estas vacaciones, la verdad. He hablado bien poco, he escrito contándoles lo que veía y me he dedicado a observar una realidad que no me gusta pero que convive conmigo, aunque en invierno permanece oculta. Ahora entiendo algo mejor este país, la verdad. Sin embargo, echaba de menos la risa. Tras leer el artículo de Luis García Montero (@lgm_com) y regresar a tierras conocidas, la risa llegó sola.
      Volvíamos a casa por un camino rodeado de naranjos. Era de noche y la luna estaba en cuarto menguante. Llevábamos las linternas de los móviles para alumbrar el camino y evitar, tanto que cayéramos a las acequias, como que pisáramos algún excremento canino. De repente, mi linterna iluminó a una cucaracha que cruzaba delante de nuestros pies. Mi hijo mayor comenzó a manifestar su aversión hacia el animalito en cuestión de todas las maneras imaginables.
      Resulta curioso cómo las cucarachas son unos insectos que provocan aversión a un gran número de personas. Y eso que convivimos con ellas en multitud de espacios y nos las encontramos más veces de las que quisiéramos. De hecho, todos sabemos de su preferencia por pasear de noche y en solitario, de su rapidez para huir de nuestros pies y de cuantos artilugios inventemos para acabar con su vida, de su capacidad para encontrar escondites inexpugnables…
      A pesar de que les gusta pasear en solitario, no son seres asociales. Dicen los expertos que toman sus decisiones basándose en las necesidades del grupo. Así que yo las imagino como un grupo homogéneo y organizado, capaz de aprender y adaptarse. Y cuando las veo huir con tanta precisión y encontrar a la primera el recoveco por el que esconderse, no puedo menos que pensar que tienen algún mando militar que las entrena en técnicas de supervivencia y las prepara físicamente para que, llegado el momento de ser descubiertas por un humano, sean capaces de ejecutar ordenadamente todo lo aprendido y lograr escapar con vida.
      Dicen que solo tienen actividad nocturna, pero yo no lo creo. Creo que durante el día están dentro de sus guaridas entrenándose duramente para sobrevivirnos. Y, por cierto, desconfíen de una cucaracha panza arriba. Han aprendido a simular su muerte para que las dejemos en paz.
      Bueno, sigo con mi relato. Vimos cruzar a aquella cucaracha, rauda y veloz, por delante de nuestros pies y el camino dejó de ser un plácido paseo nocturno para convertirse en un calvario para él y el momento más divertido de todo el verano para mí.
      Me pasé todo el trayecto hasta casa iluminando, a cada poco, cualquier mancha sobre el asfalto a la voz de: “¡Una cucaracha!” Lo que provocaba una respuesta inmediata de mi hijo en forma de aspavientos y palabras, primero de asco, después, al comprobar que era una falsa alarma, de protesta.
      Una de las veces, en pleno ataque de aspavientos y movimientos involuntarios provocados por el miedo y el asco a partes iguales, mi hijo acabó de espaldas al sentido de la marcha, brazos en alto y moviendo sus pies en saltitos de derecha a izquierda mientras yo le iluminaba los pies, de forma que parecía ejecutar un baile que consistiera en sortear el haz de luz. Fue entonces cuando una segunda –y última– cucaracha apareció en escena. Se movía rápido para cruzar la carretera por detrás de mi hijo. Pero al verlo bailar, comenzó a moverse a un lado y a otro, nerviosa, desesperada, buscando rápidamente la forma de salir indemne. Pero siempre se hallaba con un pie del niño taponándole la huída. Entonces se detuvo. Respiró profundamente y cerró sus antenas buscando aislarse del mundo para concentrarse mejor. Las palabras de su maestro vinieron entonces a su mente. Analizó los movimientos del pequeño humano y comprendió la jugada: derecha izquierda, derecha izquierda, derecha derecha izquierda y vuelta a empezar. Puso en marcha todo lo aprendido durante sus horas de entrenamiento bajo las órdenes del Coronel Cucaracha y ejecutó a la perfección su plan de huida: se alejó como un palmo de los talones del muchacho y comenzó a correr en línea recta hacia la cuneta.
      En ese momento, mi hijo, ajeno a todo lo que ocurría tras él y por razones ignotas, decidió dar un pequeño paso hacia atrás con su pie derecho. Al apoyarlo en el suelo, sonó un leve crujido que conmovió a la noche y a todas sus criaturas y las sumió en el silencio.
      -¿Qué ha sido eso? –preguntó.
      -Espera y verás –le dijimos.
      Nos alejamos un poco, apagamos las linternas y unos minutos después, bajo la leve luz de la luna, vimos aparecer, desde nuestro escondite, al Coronel Cucaracha, quien se acercó al cadáver aplastado de su mejor recluta y llamó al resto de la compañía que se aproximó en silencio y, tras presentar sus respetos a la compañera caída, iniciaron una comitiva fúnebre portando a sus espaldas los restos mortales de la víctima.
      Nosotros, nos fuimos de allí tan rápido como pudimos y sin dejar rastro para evitar que nuestro hijo fuera juzgado por un tribunal cucarachil. Y desde entonces vivimos escondidos como cualquier otro prófugo.

jueves, 1 de septiembre de 2016

ESCENA SÉPTIMA O DEL RELATO DE UNAS VACACIONES EN LAS QUE CUPO DE TODO

      De mi viaje por Asturias y Galicia recordaré siempre dos cosas:
      Los ojos amables de la señora Celia, la dueña del restaurante Riobo en Vilaboa, provincia de Pontevedra; y el rato que estuvimos esperando a que nos atendiera la chica de la oficina de turismo de Castropol (Asturias).
      Los primeros porque se mantienen fieles a sí mismos a lo largo de los años; porque en ellos se muestra toda la bondad y sabiduría de una mujer que siempre ha trabajado duro, que ama su trabajo y lo hace con tanto esmero y cuidado que, al parecer, no somos los únicos en recorrer cientos de kilómetros para ir a verla. Ya no nos puede dar de comer, se ha jubilado con todo el derecho del mundo, pero en nuestro corazón, Galicia estará siempre unida a ella, su sonrisa, sus ojos, su cariño y su comida.
      El segundo porque, sin duda fue el momento más divertido del viaje. Por fin un día logramos salir antes de las diez de la mañana del hotel, que llegamos sobre las 10:15 a nuestro destino, buena hora para realizar las actividades previstas, en este caso acuáticas. Estábamos contentos y llenos de expectativas. Sin embargo, llegamos al destino, aparcamos el coche y nos dirigimos al puerto bajando una cuesta que auguraba un regreso temible. Alcanzamos el puerto justo frente a una señal que indicaba que la oficina de turismo estaba a nuestra derecha. No había nadie más en el puerto. Si acaso unos bares abiertos pero nadie en las terrazas. Emprendimos el camino de la derecha.
      A cada poco los niños se abalanzaban sobre el pretil porque un pez había llamado su atención. Discutían sobre qué especie de pez era. Seguían su camino tras recordarnos que querían pescar y que no les afectaba lo más mínimo nuestra advertencia de que tendrían que desenganchar al pez del anzuelo, una vez muerto, limpiarlo, quitarle las tripas y cocinarlo. Es más, ¿acaso dudábamos de que lo iban a hacer? Terrible pregunta que mejor que fuera retórica porque cualquier respuesta era mala. Un poco más adelante fueron los cangrejos quienes llamaron su atención. Y así fuimos caminando durante algo más de media hora, entre pasos y paradas, bajo un sol que ya picaba y un camino que, salvo a bordear Castropol, no parecía que fuera a conducirnos a ningún otro sitio. Los niños empezaron a impacientarse y nosotros a temer que la caminata fuera en balde y viendo cómo se esfumaban las posibilidades de hacer nada de la misma manera que se había esfumado nuestro tiempo.
      Cuando ya pensábamos en volver sobre nuestros pasos y volver a enfrentarnos a los cangrejos, peces e islas desaparecidas por la subida de la marea, nos adelantó una mujer que corría por vocación, no por necesidad. Le preguntamos y nos indicó que siguiéramos adelante, que ya quedaba poco, como un kilómetro más o menos. Que teníamos que subir un repecho y, frente a un restaurante, encontraríamos la oficina de turismo. Reanudamos, pues, la marcha ya sin tanta alegría, con más discusiones y teniendo que arrastrar al pequeño que ya sólo quería pescar.
      Subimos el repecho, dimos con el restaurante y descubrimos que habíamos pasado por delante de la oficina de turismo con el coche antes de aparcar arriba, casi en las nubes. Nos dirigimos a ella pensando que sólo habíamos perdido tres cuartos de hora y riéndonos de nuestra ceguera. Era una caseta de madera dejada caer sobre el césped de un parque de manera que el mostrador en el que se atendía asomaba justo sobre la acera de aproximadamente medio metro de ancho. Y allí estaba ella. La mujer a la que estaba atendiendo la amable muchacha.
      Nos detuvimos entre dos coches aparcados, dejando una distancia prudencial y sobre un charco que hizo las delicias de los niños que empezaron jugando a saltar sobre él y acabaron enfadados y saltando dentro de él para mojar al otro porque “mira lo que me ha hecho”.
      Al cabo de un cuarto de hora de no saber qué hacer con el maldito charco que no se secaba a pesar del sol que empezaba a ser de justicia y de esperar en vano a que nos tocara el turno, empezamos a hablar lo suficientemente alto para que se dieran cuenta de que había cola; después a azuzar a los niños para que molestaran y, por último, a mirar alrededor para descubrir la cámara oculta. No la descubrimos. Sin embargo, descubrimos un coche grande y negro que estaba aparcado a unos diez metros de nosotros, al sol y con el motor encendido. Dentro, había un hombre y dos niños de entre ocho y diez años. El hombre miraba hacia la caseta de turismo insistentemente, los niños parecían jugar con unas tabletas.
      No sé cuánto tiempo después, el hombre, paró el motor, se apeó del coche, miró hacia las dos mujeres que seguían haciendo planes para lo menos ya una semana, carraspeó. Al cabo de unos minutos tosió. Visto que no obtenía respuesta alguna por parte de las mujeres, que ni se dignaron a mirarle, subió de nuevo al coche, arrancó el motor e inició la marcha atrás para desaparcar, luego movió el coche de manera que quedó a la sombra, apagó el motor y se puso a ojear un folleto.
      La turista debía tener una memoria de elefante porque no tomaba nota de todas las posibilidades, indicaciones y fechas que le sugería la otra y llevábamos nosotros más de media hora esperando, ellas ni sé cuánto hablando.
      Los niños del coche empezaron a pelearse. El hombre sacó a uno y se quedó con él a la sombra. El otro empezó a bramar. El hombre lo sacó del coche y metió al primero que, muy enfadado, comenzó a golpear las ventanillas, así que volvió a sacar al chiquillo, los dejó a los dos en la sombra, entró él al coche y se encerró.
      Unos momentos después apareció una pareja, probablemente, de jubilados. La mujer nos preguntó si esperábamos para ser atendidos. Le dijimos que sí, aunque igual perecíamos en el intento porque llevábamos más de cuarenta minutos de espera. La cara de terror del hombre fue tal que huyó despavorido llevándose de la mano a la esposa que no paraba de santiguarse mientras huía.
      Nuestros hijos andaban entretenidos observando a los otros niños que igual que ellos se amaban y odiaban a partes iguales y dividían su tiempo de espera entre jugar y pelearse, exactamente igual que ellos. Nosotros observábamos al hombre que se revolvía constantemente en su asiento. Bajó varias veces la ventanilla, llamó a su esposa otras tantas, quien lo ignoró las mismas veces porque bastante tenía con anotar mentalmente la inmensa cantidad de datos que la muchacha le vomitaba sin cesar.
      El hombre inició un balanceo rítmico, su cabeza comenzó a girar y estaba a punto de empezar a soltar espumarajos por su boca cuando decidió, en un ataque de cordura, volver a salir del coche. Amagó un acercamiento, pero desistió del intento repelido por la multitud de palabras, cifras, días de la semana y demás datos que envolvían a ambas mujeres. Un sonido gutural que reclamaba auxilio salió de sus labios y logró llegar a oídos de su esposa con la suficiente urgencia como para llamar su atención. Ella miró, vio todo en orden y siguió atendiendo cual alumna ávida de saber.
      El hombre se desesperó. Miró hacia todos lados, tanteó varias ramas de árbol hasta que encontró una que le gustó porque no cedía bajo su peso. Se dirigió al maletero de su coche, rebuscó desesperadamente pero no halló lo que buscaba. Sus ojos, al emerger, reflejaban la desolación más absoluta. Intentó despeñarse por el bordillo, pero no era lo suficientemente alto y ni siquiera se dobló el tobillo. Se arrodilló en el suelo, alzó ambas manos juntándolas en ángulo de noventa grados sobre su vientre y las llevó con fuerza hacia sí, pero la espada imaginaria sólo causó nuestras miradas compasivas. Llevó sus manos hacia el cuello pero tampoco sirvió de nada porque sus dedos se agarrotaron antes de poder apretar. Cuando, con lágrimas de desesperación rodándole por las mejillas, comenzó a escribir en un papel una carta de despedida que tanto podría  tratarse de un testamento, como de un abandono o de un divorcio, la mujer dejó de preguntar y la muchacha de explicar, se despidieron y la esposa llegó junto a lo que quedaba de su esposo, sonrió victoriosa agitando alegremente los infinitos folletos y mapas y él se alzó enfurecido, subió al coche y arrancó marchándose de allí con una furia que nos dejó envueltos en una nube negra. Llevábamos una hora en cola.
      Mis hijos tal vez recordarán de nuestras vacaciones del 2016 a Kira, la perra con la que jugaban o la pesca que nunca realizaron, pero ése es otro relato que les tocará escribir a ellos.

lunes, 29 de agosto de 2016

ESCENA SEXTA O DE CÓMO LA CULTURA NOS LLEVA A LUGARES CONFORTABLES

      Anteayer llegó a mis manos este artículo de Luis García Montero: Culturas de España
      Lo leí con curiosidad durante uno de esos escasos momentos de paz que nos otorga el verano. Cuando llegué al final me invadió un sentimiento reconfortante, tierno. Respiré hondo y sonreí. Me sentí cercana a un desconocido que acababa de dejar de serlo para mí, porque había descubierto que compartíamos algo que, durante todo el verano, me había separado del resto de gente con la que me encontraba: una visión del mundo, una forma de entenderlo y, sobre todo, de vivirlo. Me reconocí en el amor hacia todas las lenguas y las culturas de España que se respira en ese artículo y que se concreta en los usos familiares de distintas expresiones.
      En mi familia comemos quesus y nos avisamos, felices, si por la ventanilla vemos vaques o muiños; mis hijos se han dormido al son de “El meu xiquet és l’amo” o bromeamos con que kalea no es el nombre de una sino de todas las calles de San Sebastián. Miro con cariño y orgullo materno a mis hijos y lo mismo les llamo alhaja, que perla del Turia a mi mayor o el mi guaje a mi pequeño mientras les aprieto los carrillos o les abrazo.
      Yo siempre he defendido que en todas las escuelas de España debería enseñarse la lengua y cultura de todos los pueblos que componemos este país; una asignatura que nos ayudara a entendernos, a aceptarnos y a respetarnos. Creo que es imprescindible que nuestros hijos sean capaces de aprovechar la riqueza de este país nuestro para sacarlo adelante sin malgastar las fuerzas en luchas intestinas.
      En abril, mi hijo mayor se entrevistó con el jefe de estudios del colegio al que irá el próximo curso, cuando empiece primero de E.S.O. El hombre se dirigió a mi hijo en castellano para saludarle. Mi hijo, que le había escuchado hablar con una profesora en valenciano, le preguntó en qué idioma prefería hablar. El profesor le contestó que en el que él quisiese y mi hijo contestó que él era bilingüe y le daba lo mismo uno que otro, que hablaría en el que el profesor se sintiese más cómodo. El jefe de estudios me miró sonriendo y yo fui la madre más orgullosa del mundo.
      Como lo fui en el castillo de Soutomaior, ante la mujer que había en la recepción, cuando mi hijo, que entonces tendría 8 años, le pidió que le falase en galego porque quería aprender ya que tenía un amigo gallego y quería sorprenderle.
      Si fuésemos capaces de ver riqueza en vez de problemas; si fuésemos capaces de ver oportunidades en vez de contratiempos; si la diversidad fuera una ventaja y no una amenaza, otro gallo nos cantara. Pero para eso, voces como la de Luis García Montero son las que deberíamos oír a diario, no las que oímos.
      Muchas gracias D. Luis por haber hecho del final de mi verano, un lugar confortable.

jueves, 25 de agosto de 2016

ESCENA QUINTA O DE CÓMO EL DEBATE SOBRE EL MACHISMO SE CUELA EN LA VIDA DIARIA

      Tras unos días de disfrutar de otros paisajes, regresamos al apartamento justo para asistir al último día de fiestas. Estaban disputando el torneo de dobles de tenis infantil. Todo parecía seguir en la misma línea que cuando nos marchamos: los jugadores, chicos; las animadoras, chicas; los entrenadores, padres; las avitualladoras, madres.
      De repente algo llama nuestra atención: ¡Hay chicas en la cancha! Contamos hasta seis chicas de la misma edad que los jugadores. Ninguno superaba los trece años. Ellas iban uniformadas –juraría que se habían puesto de acuerdo–, con un top y unas mallas deportivas cortas pero no llevaban raquetas. Sin embargo, se movían rítmicamente por la pista y cambiaban de sitio siguiendo un orden previamente establecido. Eran las recogepelotas. Los chicos que terminaban sus partidos se iban a la piscina o a jugar por ahí. Ellas permanecían en sus puestos solícitas a las órdenes de los nuevos muchachos que les pedían una pelota.
      Entonces se nos vinieron encima todos los comentarios, los artículos y las respuestas a los artículos que durante las olimpiadas han ido asaltando las redes sociales y que giraban en torno al tratamiento que reciben las deportistas en los medios de comunicación.
      Si ya es difícil practicar en este país cualquier deporte que no sea fútbol (tenis o baloncesto también son respetados aunque de lejos); si ya es complicado destacar –y más internacionalmente– en alguno de los deportes marginados, porque la exigencia del entrenamiento dificulta la compatibilización con otro trabajo y la exigüidad de las ayudas, que no sueldos, obliga a compatibilizarlos si uno quiere comer, las mujeres que han conseguido medallas olímpicas son heroínas que deberían merecer todo nuestro respeto.
      En una sociedad que relega a la mujer al rol de comparsa dentro de los deportes, la que practica algún deporte es rara avis y las que destacan internacionalmente, milagros de la naturaleza y ejemplo de constancia y esfuerzo a seguir.
      Y lo peor de todo es que en ningún momento he visto a esas niñas o mujeres incómodas en su papel, antes al contrario. Además, en concreto, las recogepelotas, vestidas todas iguales para la ocasión, me recordaban una y otra vez las imágenes y las palabras de una prensa deportiva que sólo ensalzaba una determinada concepción de la belleza física femenina. Que resulta paradójico –me decía mi Pepito Grillo particular–, que se les ponga como modelo a alcanzar el cuerpo esbelto y musculado de las deportistas, pero no se les muestre el esfuerzo y las horas de entrenamiento que hay detrás de ese cuerpo. Así se pasan la vida intentando estar delgadas y “buenorras” sin moverse de un banco de parque y con el único ejercicio de llevar pipas a la boca. Y luego se lamentan de no conseguirlo; y dejan de comer, o comen porquerías que alguien promete que adelgazan; y maldicen y critican a las que tienen el cuerpo de las revistas; y… Se sigue, en definitiva, fomentando el consumo femenino basándolo en la infelicidad que produce la necesidad de alcanzar metas inalcanzables impuestas por otros que, para colmo, ni siquiera son mujeres.
      No es de extrañar, pues, que esa mal-llamada prensa deportiva (que, creo, sólo era una prensa futbolera reciclada durante quince días) se dedicase a ningunear a unas mujeres que estaban –o no– consiguiendo éxitos (aunque llegar a una Olimpiada ya es un gran éxito). De esas mujeres impertinentes que se empeñan en contradecir la norma no escrita de servir al varón en cuantas necesidades pueda tener, sólo interesan sus cuerpos hermosos, si es que los tienen, si no, se las humilla sin compasión.
      Cuando, desolada, me alejé de las canchas de tenis, mi encontré con mi hijo pequeño junto a una niña de unos diez años que, sentada en un banco, se dedicaba a hacer pulseras. Mi hijo la miraba en silencio. De la nada apareció una pequeña de la edad del mío que le espetó, en un tono despótico y desagradable, que no vendían nada. Mi hijo vino a cobijarse a mis piernas mientras miraba desconcertado a la niña.
      ‒Ni él quiere comprar nada –contesté yo–. Sólo quiere aprender cómo se hacen ¿verdad? –Y
empujé levemente al niño hacia adelante para que se enfrentara a la situación.
       ‒Es que los niños no pueden estar aquí aprendiendo –dijo la niña con desparpajo–. A ellos los mandamos a recoger cosas por ahí y traérnoslas para que hagamos las pulseras.
       ‒¿Cosas? ¿Qué cosas? –me interesé yo.
       ‒Cosas. Lo que encuentren.
       ‒Basura –concluyó mi marido.
       ‒Reciclamos –le corrigió ella.
      Algo estamos haciendo mal, en algo nos estamos equivocando, cuando las niñas de seis años son las que llevan la voz cantante en las relaciones con sus compañeros masculinos y a los doce sólo son sus recogepelotas.

lunes, 22 de agosto de 2016

ESCENA CUARTA O DE CÓMO HE DESCUBIERTO QUE NO ENCAJO.

      Es verano, así que paso mis tardes en el apartamento de mi adolescencia junto con mi marido y mis hijos. La urbanización tendrá más de doscientas viviendas que habitan otras tantas familias, lo cual podría servir para observar distintos tipos humanos. Pues no. El único tipo humano distinto lo compone mi familia.
       Las tardes transcurren entre partidos de fútbol que juegan los varones y partidos de tenis que juegan los mismos. Las mujeres se limitan a animar y avituallar a sus maridos o vástagos. Si no hay partidos, se establecen corrillos (generalmente unisexuales) y se habla de no sé qué porque nunca estoy invitada a un corrillo y me enseñaron que es de mala educación meterse donde a una no la llaman.
       Las mujeres no hacen deporte. A lo sumo se van a caminar en grupos rosas. Tenía razón el dependiente del año pasado, si no me visto de rosa no soy mujer y no puedo caminar junto a otras mujeres porque desentono (leer entrada).
       Esta semana están de fiestas. Los hombres organizan los torneos de tenis, fútbol o natación en los que los participantes son todos masculinos. Los padres se realizan entrenando, animando y supervisando a sus hijos. Las madres les llevan el agua a los niños y a sus maridos que también juegan como si les fuera en ello la vida.
      Las madres se realizan preparando y ensayando la coreografía del playback, lo único en lo que participan las niñas. Luego, las visten y maquillan y disfrutan siendo las directoras desde abajo del escenario.
      Este año no hay ajedrez, pero eso a las niñas no les importa porque ya me explicaron el año pasado que el ajedrez es para listos porque hay que pensar así que es un juego de chicos y ellos ya tienen suficiente diversión. Ellas jugaban al parchís, pero este año no hay, así que se van al campo de fútbol o se sientan frente a las pistas de tenis para animar a sus amigos.
      Ha habido merienda para niños que han servido las madres que, como buenas progenitoras que son, han preparado también las manualidades que adornan las mesas y sus cuerpos.
      Mis hijos prefieren el baloncesto, pero, aunque hay cancha, no hay torneo. Mi marido no tiene ninguna intención de pelear por una pelota de fútbol como si tuviese doce años y a mí se me debe notar a la legua que no sé hacer manualidades y que prefiero estar jugando al baloncesto o a hacer el bobo en la piscina antes que estar detrás de mis hombres con el bocadillo o la botella de agua, de manera que vemos pasar los días desde nuestro rincón.

domingo, 21 de agosto de 2016

ESCENA TERCERA O DE CÓMO DONDE HAY PÍCAROS TAMBIÉN HAY QUIJOTES

      Yo tengo un gran amigo. Grande de tamaño (y menos mal que lo es, porque de no serlo, se habría quedado en nada tras entablar esta encarnizada lucha contra la enfermedad y su remedio) y grande en ternura, sabiduría y corazón. Se llama Vicent, san Vicent en mi casa.
       Vicent y yo nos conocimos gracias al Romancero y nuestros caminos han seguido sus versos antiguos pero recién transmitidos. Podría contar muchas cosas de él: lo bien que canta y que cuenta, todo lo que sabe, cómo encandila a niños y adultos con su música, cómo sabe encontrar el instrumento musical que vive en cualquier objeto… Podría hablar de su dulzura al hablar, de sus grandes manos que hipnotizan al que escucha, de sus barbas y su pelo que, a pesar de sus intentos, no logran asustar a los niños porque su sonrisa le da un aspecto bonachón. Pero voy a contar cómo Vicent llegó a convertirse en san Vicent porque es quizá el único momento de nuestra historia que yo no he vivido directamente y, no obstante, me parece el más tierno.
      Era el curso 2009/10. Mi hijo mayor tenía cinco años y cursaba tercero de infantil y a su colegio iban a ir a Trencaclosques o Rodamons, como queramos llamar al grupo en el que canta y cuenta Vicent. Nosotros en casa les llamábamos Trencaclosques, porque así los conocí. En ese momento el grupo lo componían, Eva, Laura, Teresa y Vicent. Lo supimos por ellos antes que por el colegio y se lo dijimos al chiquillo, que ya los conocía y que sentía un cariño muy especial, sobre todo hacia Vicent.
      El día de la actuación mi hijo estaba muy ilusionado y nervioso. Así que, según me contó su profesor, entró en clase diciendo que ese día iba a ir al colegio san Vicent. El tutor no sabía cómo explicarle a un niño de cinco años que era harto improbable que san Vicent (Ferrer o mártir, porque en Valencia son los primeros en venirnos a la cabeza) fuera a acudir a ningún sitio porque todos los santos que él conocía estaban muertos pero sin utilizar esa maldita palabra no fuera a ser que lo traumatizase. Lo intentó con todas las sutilezas posibles pero sólo lograba que el niño se empecinase más y más en que ese día iba a ir al colegio san Vicent porque su madre se lo había dicho. Me imagino las ganas que debía tener el profesor de pillarme por banda para sugerirme que dejase de contarle al niño historias de mitología y hagiografía que luego el niño andaba creyéndose la versión masculina de Bernadette.
      Por la tarde, de repente, se abrió la puerta del aula y apareció un hombretón de largas melena y barba, seguido por tres chicas más jóvenes. Un niño brincó de su asiento y, todo su rostro, una sonrisa, agitó los brazos mientras gritaba:
      -¡San Vicent!
      El hombretón se giró hacia el niño, sonrió y abrió los brazos mientras decía:
      -¡San Amic!
      Esa fue la contraseña que necesitaba el niño para correr hacia a él y fundirse en un abrazo.
      Desde entonces, Vicent está en los altares sin la intervención papal.
      Que haya gente como Laura, Teresa y san Vicent me reconcilia con este país en el que junto a los pícaros, conviven los quijotes como Trencaclosques dispuestos a pelear para mantener vivo aquello que nos ha hecho ser quienes somos y estar donde estamos.
      Gracias por ser y por estar i un bes molt gran per a tu, san Vicent.

jueves, 18 de agosto de 2016

ESCENA SEGUNDA O DE QUIÉN DECIDE LO QUE SE EMITE POR TELEVISIÓN

      La otra noche andaba yo leyendo mientras la televisión, ese aparato que habla sin necesidad de que le hagas caso, estaba emitiendo uno de esos programas veraniegos que no sé quién los inventa pero algún individuo que debe pensar que durante el verano sufrimos una transformación/atontamiento y no nos importa un pimiento tragarnos cualquier birria. Del programa sé poco. Se escuchaban risas por doquier, sólo eso.
      Sin embargo, de repente, sobre las risas escuché claramente un verso recitado por una voz femenina: “otro que le estoy bordando y otro que le bordaré”. Mis orejas se alzaron cual las de un perro de caza que detecta la presencia de una presa. Mis ojos se centraron en la pantalla. Una mujer mayor, sentada en el asiento más cercano a la escalera que separaba varias hileras de sillas y a la que una mujer joven y delgada, que estaba de pie sobre el escalón más cercano, le enchufaba el micrófono mientras se desternillaba, seguía recitando los versos del romance Las señas del esposo constantemente interrumpida por las risas de todo el público asistente, la presentadora y demás personal de la sala. Por si fuera poco, el programa que yo no estaba viendo y que, al parecer, se limitaba a poner vídeos de otros programas de los que reírse, le añadía risas enlatadas, con lo que seguir el curso del romance era harto complicado.
      Y ahí estábamos, unidas por un extraño hilo capaz de salvar el tiempo y la distancia, la mujer empecinada en recitar un romance y yo empecinada en escucharlo a pesar, ambas, de las risas ignorantes de quienes no sabían qué nos traíamos entre manos.
      Cuando la mujer desapareció de la pantalla, silenciada por quienes, incapaces de apreciar la joya que se les ofrecía gratuitamente, la despreciaban y se burlaban, me invadió una nostalgia indignada.        
      Recordé a mis compañeros de viaje durante mis años de investigación sobre el Romancero y les eché de menos. Nos imaginé juntos asistiendo, espantados a la escena; sintiendo el mismo pavor, desconcierto y furia que debió sentir don Quijote cuando quemaban sus libros.
      Y entre todos me acordé de ti, Vicent, que ni te imaginas la ilusión que me hace saber que me lees, pero eso merece otra entrada.

sábado, 13 de agosto de 2016

ESCENA PRIMERA O DE CÓMO PODEMOS TOCARNOS LA MORAL MUTUAMENTE

      Me gusta este país, la verdad. Me gusta su luz, su sol, su clima, su paisaje tan dispar. Me gusta su historia, su cultura, la fuerza con la que supera cada adversidad. Me gusta la alegría de su gente, su calidez, su cercanía…
      Pero hay cosas que no. Es un país difícil para vivir. Un país siempre en lucha consigo mismo para dificultar lo fácil y poder demostrar que remonta a cada paso. Un país que se envía constantemente elementos hundeflotas contra los que luchar, perder y poder lamentarse diciendo que no envió sus barcos a luchar contra los elementos; un país que se pone zancadillas para poder caer y levantarse, para poder formular cada día la inmortal queja: ¡Dios, qué buen vasallo, si oviese buen señore!
      Lo que ocurre es que a veces el señor no es bueno porque el vasallo, que tampoco lo es, se lo permite, le justifica e incluso admira su maldad.
      Hace un par de semanas, tomándome una cerveza con unos amigos, un conocido, amigo de amigos, aprovechó la coyuntura para hacerme una consulta laboral que, dado el ambiente en el que se producía, le iba a salir gratis. Esto me pasa por entrar en el mundo de los conocimientos útiles, cuando era profesora de Lengua y Literatura, nadie aprovechaba mi tiempo libre para que, clasificando un sintagma como Complemento Circunstancial o Complemento de Régimen Verbal, disipase la terrible duda que le impedía conciliar el sueño.
      A lo que iba, el tipo en cuestión se sentó a mi lado y comenzó a contarme que estaba trabajando sin contrato, que le pagaban, por tanto en negro y, claro, le suponía un problema porque el banco había empezado a preguntar en qué trabajaba para ingresar tanto dinero todos los meses; que él había hablado con su jefe y le había pedido que le hiciera un contrato.
      Yo ya estaba imaginando al mal señor que explota a quienes tiene a su cargo y al pobre trabajador sometido cual vasallo, cuando la historia da un giro y me encuentro con que el tipo en cuestión que me abordó en medio de mi momento de ocio me pregunta si es posible que la nómina no alcance el Salario Mínimo Interprofesional.
      -No –le digo–, si el contrato es a tiempo completo. Es más –insisto–, no puede estar por debajo de lo que marque tu convenio.
      -Pero entonces, tendré que pagar a Hacienda –me dice.
      -Sí, claro, depende del salario, del contrato y de tu situación familiar, pero si por ley hay que descontarte IRPF, lo tendrá que hacer, y no sólo eso, también tendrá que descontarte el porcentaje correspondiente a la Seguridad Social.
      -Pero entonces ganaré menos…
      -No, ganarás lo mismo pero contribuirás al mantenimiento del sistema con los impuestos que te corresponden.
      Mi cabreo se hizo patente y seguí:
      -Mira, no te voy a hablar de que sin impuestos no podemos mantener la Sanidad y la Educación Pública porque ya veo que me miras y piensas “bla, bla, bla”, voy a contarte otra cosa. ¿En qué trabajas?
      -En la construcción.
      -Perfecto, imagínate que vas a trabajar un día y tienes un accidente de coche. No es culpa tuya, te arrollan y te destrozan una mano o un pie. No es mucho, pero lo suficiente para que no puedas volver a trabajar en tu oficio. Imagínate que no tienes contrato de trabajo. No será considerado accidente de trabajo y no tendrás derecho a la prestación ni cobrarás nada mientras no puedas trabajar. Tampoco es muy grave porque imagino que habrás ahorrado dinero suficiente para sobrevivir hasta que encuentres otro trabajo que sí puedas hacer.
      Asintió.
      -Imagínate que sí tienes un contrato, pero el que me estás diciendo que quieres tener, con una nómina de unos 600 euros mensuales con las pagas incluidas. Ya no vas a poder trabajar en la construcción, pero sí en cualquier otra cosa, que no voy a ser mala persona. Te quedará una pensión de unos 300 euros mensuales. ¿Podrás vivir con eso hasta que encuentres otro trabajo?
      -¡Eso es una miseria!
      -Efectivamente, pero si quieres cobrar más tendrás que quedarte con una incapacidad permanente absoluta, es decir que el accidente ha sido más grave y no vas a poder volver a trabajar nunca más. En ese caso, te quedará una pensión de 600 euros.
      -¿Sólo?
      -No has cotizado por más, guapo. ¿Qué más quieres?
      -Pero con eso no se puede vivir.
      -Ya, pero si estás fuera de la ley lo estás para todo, para lo bueno y para lo malo.
      -Me has dejado pensando –me dijo mientras su cara lo que reflejaba es que le había dejado jodido.
      -Ya imagino –respondí yo mientras pensaba que no hay nada como tocarle a uno la bicicleta.

ESCENAS DE UN PAÍS VISTAS DESDE LA TERRAZA DEL CHIRINGUITO PLAYERO

Es verano. Me gusta el verano porque me trae recuerdos de tiempos felices en los que en verano no se hacía nada y todo ocurría. El verano era un tiempo de vida. El invierno un tiempo de trabajo y estudio.
Hoy nada es así. Siempre es tiempo de trabajo y estudio pero en cuanto puedo, me refugio a descansar desde un chiriguito improvisado y veo la vida pasar ante mí.
De esto tratan las siguientes entradas. Son escenas que pasan ante mis ojos y que nos describen un poquito.

viernes, 1 de julio de 2016

SOY ESPAÑOLA

      Soy española porque nací en España, como lo hicieron mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos y así hasta donde puedo remontarme, pero eso, a estas alturas de la vida, no debería tener importancia. Esto sí:
      Soy española porque pago aquí todos mis impuestos, porque cuando cobro o pago aplico todos los impuestos que establece el gobierno de turno.
      Soy española porque aporto a este país toda mi capacidad intelectual, cultural, profesional y humana.
      Soy española porque conozco y respeto, además de mi lengua materna, la que compartimos todos los españoles y nunca me oirán, en un contexto formal, atentar contra ella.
      Soy española porque conozco y respeto la cultura de este país, la haya creado quien la haya creado.
      Soy española porque respeto la diversidad cultural, lingüística e ideológica de mi país y, además, pienso que lo enriquece.
      Y es que se puede ser española y de la periferia, es decir, se puede ser española y valenciana o murciana o andaluza o extremeña o gallega o asturiana o cántabra o vasca o navarra o aragonesa o catalana.
      Como se puede ser española y no ser de derechas ni católica ni neoliberal.
      Se puede ser española y pagar los impuestos que correspondan sin intentar trampear. Se puede ser española y no pertenecer a la cultura de la picaresca, ni ser condescendiente con los que engañan o intentan engañar, con los que se aprovechan de su cargo, de su puesto o de los demás.
      Se puede ser española y muchas cosas a la vez, porque la nacionalidad y el sentimiento patrio no son inherentes a una ideología, a una clase social ni a una determinada forma de ver el mundo. Por eso, ningún partido político puede apoderarse de los símbolos que nos unen a todos, del sentimiento de pertenencia a una nación, porque, de hacerlo, estarán rompiendo la unidad de España.

viernes, 17 de junio de 2016

UNA TARDE PARA ELLOS

      EPÍLOGO:


      Un reguero de ropa hablaba de la prisa, de la necesidad, de la pasión. La cama deshecha. El pelo de ambos revuelto. La sonrisa plácida.
      El reloj del campanario de la iglesia del final de la calle marcó las nueve. Ella se levantó despacio, perezosa.
      -Es la hora –se lamentó–.
      -Espera –la detuvo–. Un beso por cada año que llevamos juntos.
      -¿Tantos? No me iré nunca –río ella–.
      -Mejor –respondió él y empezó a contar mientras la besaba–. Uno, dos, tres, cuatro, cinco…
      Ella respondía a cada beso con una sonrisa.
      -Cuarenta y siete. Ya está. Dentro de tres: medio siglo juntos.
      -¡Calla, qué viejos! –bromeó ella–.
      -No creas –corrigió él–. Aún nos queda por aprender.
      -Y por vivir… ¿Te imaginas si algún día…?
      -Éste de regalo, para que lo guardes hasta el año que viene –le selló los labios con un beso largo y suave que ella le devolvió acariciándole con su pecho–. No seas malvada que ya no tengo veinte años –bromeó con una sonrisa triste–.
      Ella se vistió con calma. No quería irse. Cada año le costaba más despedirse. La sombra de que fuera el último le atenazaba el corazón y la garganta. Lo miró. Él se había vuelto a tumbar en la cama y la contemplaba. Sonrieron. Ella se sentó en el borde peinándose y sin dejar de mirarle. Volvieron a besarse.
      Se colocó los zapatos y la chaqueta y se dirigió a la puerta.
      -Hasta el año que viene, cariño –se despidió lanzándole un beso–.
      -Hasta el año que viene, amor.
      Cerró la puerta y él escuchó el golpeteo de los tacones alejándose. Fuera, la luna competía con las farolas. La gente regresaba presurosa a sus hogares. Ella también.
      Él salió diez minutos más tarde. Miró a ambos lados de la calle y se levantó el cuello de la chaqueta antes de comenzar a andar. La humedad se colaba por cualquier resquicio y últimamente no la soportaba bien. Se encaminó hacia la avenida, las luces de los coches y autobuses rayaban la noche. Detuvo un taxi, indicó la dirección al conductor y dejó que su mirada vagara mientras le conducían a casa.

jueves, 16 de junio de 2016

UNA TARDE PARA ELLOS

      ELLOS


      Los ojos de él pugnaban por perderse en el contoneo y soñar con otros balanceos o quedarse fijos en aquellos grandes ojos que le sonreían divertidos y le invitaban a convertir en realidad los sueños.
      Entonces ella se mordisqueó el labio inferior y él sintió un escalofrío recorriendo su espalda. Él se levantó para saludarla mientras ella se inclinaba para besar su mejilla, de manera que los ojos de él se toparon con el escote premeditado de ella. Intentó apartar la mirada pero ya era tarde: aquel botón desabrochado dejaba atisbar una promesa a punto de ser descubierta y sus ojos no pudieron resistir el afán de aventura.
      Él le cedió el sitio y se sentó al exterior del banco. Ella se quitó la chaqueta antes de ocupar su lugar y la dejó, junto al bolso, a su derecha.
      Llegó el camarero, ella se pidió un vermut blanco, seco. Se lo sirvieron en una copa con el borde azucarado y con una aceituna sin hueso, pinchada en un palillo, flotando dentro. Cuando se quedaron solos, brindaron sin palabras y sin dejar de mirarse.
      Como cada siete de noviembre, el silencio se adueñó de los primeros minutos. Se miraban conociéndose y reconociéndose; comprobando si el año había traído algo nuevo o eliminado algo viejo; sonriendo, felices, mientras se recorrían con los ojos concluyendo que todo estaba en orden, que el otro era el de siempre y que nada faltaba entre ellos.
      Poco a poco las palabras ocuparon su sitio. Al principio, atropelladas, porque pretendían ponerse al día rápidamente. Después, sosegadas, bajaban el tono hasta convertirse en una caricia que allanaba el camino a las manos quienes, tímidas, aún no se atrevían a entrar en escena.
      Sus dedos eran pura energía contenida. Temían tocar al otro y que no soportase la descarga así que ambos los retenían como podían: ella recorría de arriba abajo su copa una u otra vez, dibujando el contorno con los índices; él jugueteaba con una servilleta.
      Fue ella la que empezó. Sin previo aviso, su mano se escapó, presurosa, para dar un furtivo apretón al brazo de él mientras reía por algo que le había susurrado. Él aprovechó para retener esa mano e impedirle la fuga. Ella la dejó reposar cayendo rendida ante el flujo eléctrico que trepó desde sus dedos hasta sus hombros. Se le agitó la respiración y su pecho subía y bajaba pugnando por deshacerse de las ataduras.
      El dorso del índice de él descendió, junto con sus ojos, desde la sien palpitante de ella, por su mejilla y cuello, hasta detenerse enroscándose en la cadena que ella siempre llevaba con un pequeño colgante. Aún no. Paciencia.
      La mano de ella ascendió lentamente por el brazo de él hasta el hombro. Las yemas de sus dedos apenas si le rozaban a través de la camisa, pero iban levantando el vello a su paso como si de un imán se tratase. Al llegar al hombro se entretuvo dibujando un par de círculos antes de dejarse resbalar por el pecho de él.
      Las palabras casi habían desaparecido y eran las manos quienes hablaban ya. De vez en cuando algún “Te quiero” apenas musitado lograba abrirse camino y escapar aliviando la tensión que se apoderaba de ellos.
      La mano de él regresó al rostro de ella y con el índice delineó con sus labios. Ella intentó mordisquearle y él huyó travieso y lo dirigió hacia la barbilla deslizándolo mentón abajo.
      Enlazaron los pulgares y comenzaron a acariciarse las manos, pero sus cuerpos pedían más, así que él se levantó. Ella lo siguió. Él se detuvo frente a la máquina de discos y escogió uno. Ella le esperó. Se abrazaron y comenzaron a bailar muy juntos, sintiendo cada milímetro del cuerpo del otro. Sonaba El día que me quieras y ellos giraban lentamente, los dedos rozando la piel del otro, los labios susurrando palabras de amor, convertidos en uno solo.

miércoles, 15 de junio de 2016

UNA TARDE PARA ELLOS

      ELLA


      Ella caminaba con paso firme y sosegado por la acera. Pisaba el suelo con seguridad para intentar evitar ese temblor fatal de los tobillos que le provocaban, casi sin remedio, los tacones de aguja. Parecía interpretar una suave melodía en la que el ritmo lo llevaban los tacones golpeando el suelo. Se centró en el bamboleo de sus caderas acentuado por la falda de tubo. Se sintió hermosa y sensual.
      Consultó el reloj. No quería llegar demasiado pronto. Ni demasiado tarde. La hora exacta eran las seis y diez: diez minutos de cortesía que cada año cumplía como si de un ritual se tratase.
      Respiró hondo evocando su rostro sonriente y aliviado cada vez que ella aparecía bajo el dintel de la puerta; su mirada de reproche disolviéndose en deseo; su perfume envolviéndola y anticipándose a las manos; la leve caricia electrizante; el cosquilleo que descendía desde su vientre hacia sus piernas.
      Consultó el reloj de nuevo. Se detuvo en el portal contiguo. Se alisó la falda, estiró la chaqueta, sacó un espejo del bolso y comprobó su peinado. Perfecto. Los mechones que debían estar en su sitio, permanecían en él y los que nunca debieron estarlo continuaban libres. Revisó sus labios. Optó por no retocarlos no fuera a ser peor el remedio que la enfermedad y el temblor nervioso de su mano desdibujara el perfil. Los humedeció. Una última mirada y decidió desabrochar otro botón de la blusa. Así mejor. Volvió a sentirse hermosa y sensual. Soltó con fuerza el aire con la esperanza de expulsar con él la ansiedad y entró.
      Como cada siete de noviembre, se detuvo un instante en el umbral, miró al fondo del local y sus miradas se cruzaron. Ella se dirigió hacia él apresurando un poco el paso, lo que enfatizaba el vaivén de sus caderas, mientras esbozaba un gesto de disculpa por el retraso que pretendía esconder su incapacidad de soportar la angustia de ser ella la primera en llegar y esperar a su amado en vano.
      Instintivamente, llevó su mano izquierda a su oreja y jugueteó con el pendiente mientras sonreía y encogía los hombros, coqueta. Estaba realmente guapo. Era muy guapo. Sintió un hormigueo en la boca del estómago y apretó metiendo el vientre hacia dentro. Tomó aire hinchando el pecho y lo sintió luchar contra la blusa desabrochada. Le imaginó como tantos otros siete de noviembre y las fuerzas le resbalaron por los brazos hasta concentrarse en sus manos.

lunes, 13 de junio de 2016

UNA TARDE PARA ELLOS

      ÉL


      Como cada siete de noviembre, él la esperaba sentado en la última mesa del bar, bebiendo una copa de vino tinto. El mismo bar en el que se conocieron. Una barra a la izquierda de la puerta que llegaba hasta la mitad del local, dos hileras de bancos enfrentados clavados al suelo con las mesas en medio, los altos respaldos que protegen de las miradas indiscretas, una antigua máquina de discos frente a la barra, luz tenue.
      Sus manos apenas podían ocultar la ansiedad cada vez que sobrevolaban las páginas del periódico intentando coger una esquina para pasar la hoja. Sus ojos saltaban de los titulares a la puerta con tanta rapidez que le era imposible saber con certeza ni lo que había sucedido ni lo que estaba por suceder.
      Él llegaba siempre con diez minutos de antelación y ella se retrasaba siempre diez minutos, de manera que aquéllos eran los peores veinte minutos del año.
      Los primeros diez minutos los pasaba imaginándola llegar, tejiendo cada instante de aquella tarde o recordando cada segundo de las tardes anteriores. Su corazón latía acelerado al ritmo de los recuerdos: su sonrisa al llegar, el roce se su piel, su risa juguetona, su mirada invadida por el deseo; y al ritmo de su imaginación: el vaivén de sus caderas al entrar, el nacimiento de sus pechos apenas vislumbrado a través del escote, la antesala del abandono en sus manos. Y un instante después se detenía bruscamente cada vez que la puerta se abría y no era ella.
      Durante los últimos diez minutos, era sacudido por calambrazos de sentimientos. Tan pronto sonreía feliz al imaginarla entrar, como maldecía, un segundo más tarde, la maldita coquetería que cada año le robaba diez minutos de disfrute, o le invadía la angustia imaginando que cualquier calamidad era la culpable del retraso, o se abrumaba por la culpa por haber fantaseado con su muerte, o se encogía de dolor cuando le aguijoneaba la idea del abandono. ¿Y si este año no acudía a la cita?
      Se obligaba a cerrar las puertas de su corazón a la duda contraponiendo imágenes de su amor y su cuerpo reaccionaba a estos recuerdos: se le agitaba la respiración, sus piernas se derretían y notaba como su sangre se agolpaba y fluía desbocadamente casi a la vez.
      La puerta se abrió a las seis y diez. El corazón se le detuvo durante unos segundos y luego aceleró el ritmo para recuperar el latido perdido. Las piernas perdieron definitivamente el tono muscular que le hubiera permitido ponerse en pie. Y sintió la placidez del alivio.

martes, 24 de mayo de 2016

TOTUM REVOLUTUM

      Escuché ayer en la radio un anuncio que patrocinaba el Arzobispado de Valencia y en el que se nos decía que si queríamos entender la historia teníamos que estudiar religión.
      ¿Qué religión? ¿Qué parte de la religión?
      Creo que tienen una especie de revoltijo en la cabeza, vamos, lo que viene siendo un totum revolutum, dicho sea con todos mis respetos.
      Miren, si estamos hablando de estudiar las religiones tal y como estudiamos lo que se ha venido en llamar mitología, pues podría estar de acuerdo dado que forman parte de la cultura de un pueblo, del conjunto de sus tradiciones y ayudan a explicar su cosmovisión. Pero si estamos hablando de la enseñanza de dogmas, creencias, principios, moral y ritos de una religión en concreto, mezclando estos conceptos con la fe, pues no puedo estar de acuerdo, la verdad. Y creo que los que defienden la enseñanza de la religión tampoco lo estarían, si se pusieran por un momento en la piel de un agnóstico.
      ¿De veras me están diciendo que para entender la historia he de conocer la religión? ¿Que para entender por qué se conquistan los pueblos, por qué se realizan alianzas o cómo y por qué hemos evolucionado como especie, necesito que me expliquen la existencia de un dios y me enseñen a creer en sus mandamientos, preceptos y demás doctrina?
      Vaya, pues yo prefiero explicar el origen de la Inquisición y su pervivencia durante siglos, a través de la ambición, la soberbia, la intolerancia, el miedo y otras formas de maldad humana, que no pensar que, de verdad, era un dios el que mandaba realizar esas calamidades.
      Prefiero pensar que las Cruzadas –o las guerras santas, que me da igual cómo se quieran llamar y en qué siglo aparezcan– tenían su origen en un afán de dominio y conquista por parte de unos gobernantes muy humanos que no que existe un dios –o, peor aún, varios dioses– al que le parece que las guerras –y los asesinatos y las violaciones que las acompañan–, son la mejor forma de ganar adeptos.
      Y, desde luego, no tengo ninguna necesidad de compartir fe con los arquitectos, escultores, pintores, escritores y demás artistas que han creado obras magníficas a lo largo de los siglos en los que el ser humano lleva habitando el planeta. Sólo necesito conocer los códigos. Y para eso me basta conocer las religiones tal y como me enseñaron la animista, la mitología griega y romana, las religiones precolombinas, y el resto de religiones que perviven en la actualidad y que, como no son la católica, no consideraron oportuno inculcarme la fe.
      En resumen, que estudiar en las escuelas cualquier cosa que suponga cultura me parece un acierto, inculcar ideologías, no. Para eso hay otros lugares. Pero, francamente, mientras quienes impartan la asignatura de religión, sean creyentes contratados por la Iglesia Católica que, si no cumplen con el modo de vida que la propia Iglesia considera apropiada, son despedidos, no me parece que tengan fácil separar el hecho religioso, visto objetivamente, de la doctrina religiosa.

viernes, 20 de mayo de 2016

UNA INDIGNADA QUE NO ENTIENDE NADA

      Miren, por más vueltas que le doy al tema, no entiendo nada, la verdad. Y quiero entenderlo, fíjense ustedes. Disculpen mi terquedad, pero es que necesito entender.
      Lo plantearé como un problema de matemáticas escolares a ver si así consigo que me aclaren las cosas:
      Los ciudadanos pagamos (y por lo que se ve, nos costó un riñón) una campaña electoral y votamos (o no, depende de cada cual). Entiendo que no les gustara el resultado de las elecciones, pero fue nuestra decisión y nuestra encomienda: ustedes debían formar un gobierno pactando unos con otros. Sin embargo, han sido incapaces de hacerlo y han preferido que se convocaran nuevas elecciones. Dicho esto,
  1. ¿Por qué debemos repetir nosotros si son ustedes los que han suspendido? ¿Acaso piensan ustedes que nosotros somos “el niño de los azotes”, la criatura que recibía los palos por el mal comportamiento del príncipe intocable? ¿No les parece una figura anacrónica? Este sistema tiene un fallo muy gordo. Unos suspenden y otros repiten sin tener derecho a queja.
  2. Aceptando barco como animal acuático o que somos el niño de los azotes que tiene que repetir curso porque otros no han hecho su trabajo y han suspendido, ¿por qué debemos volver a pagar una campaña electoral? Si ya nos sabemos sus programas y no es probable que vayan a convencer ya a los que no les votaron antes. ¿O es que acaso han incorporado algún cambio verdaderamente importante? Lo único realmente interesante que a estas alturas pueden decirnos es con quién piensan pactar y en qué pueden ceder o con quién van a juntarse para concurrir a las elecciones y, para ese viaje no son necesarias tantas alforjas: convoquen una rueda de prensa y nos cuentan sus intenciones. Sale mucho más barato y, miren, no está el horno para bollos. A la mayoría de la población nos cuesta mucho esfuerzo llegar a fin de mes, la mayoría de la población de este país no puede pagarse unas vacaciones y es nuestro dinero el que tan alegremente gastan.
  3. Aceptando que somos nosotros los que hemos de repetir y que, además, hemos de pagarles de nuevo una innecesaria campaña electoral, ¿por qué a ustedes? Si ustedes han demostrado fehacientemente su incapacidad… Miren, si esto fuera una empresa y los socios capitalistas –que somos nosotros, los de a pie, que somos los que ponemos el dinero en esta empresa llamada España– marcan unos objetivos a sus directivos y les dan unas instrucciones claras y éstos ni alcanzan los objetivos ni siguen las instrucciones, a nadie le cabe la menor duda del futuro inmediato de esos directivos, ¿verdad? Caerán defenestrados inmediatamente. Y, ya que el sistema que ustedes se inventaron no prevé la posibilidad de que les despidamos por incompetentes, ¿no tienen la dignidad de desaparecer haciendo mutis por el foro y dejar paso a que otros puedan demostrar su competencia? ¿O es que acaso pretenden hacernos creer que les ha caído, cual inspiración divina, una ducha de competencia? ¿De verdad van a insultar nuestra inteligencia volviéndose a presentar?
  4. Y dado que vamos a tener que tragar por los puntos uno, dos y tres, ¿por qué diantres vamos a tener que escuchar, de nuevo, una retahíla de mentiras imposibles de creer, una ristra de ytumases cansinos hasta la saciedad y una colección de reproches que no llevan a ninguna parte? 

Crezcan, aterricen y maduren, por favor.

miércoles, 11 de mayo de 2016

LOS OJOS VERDE OLIVA IX

-¿Por qué buscáis a Gimeno? ¿A Lucas? -Cambié de tema.

Se produjo un silencio espeso.

-Mi madre ha muerto -musitó-. Tiene derecho a saberlo. Y tiene derecho a saber que existo.

Clavé mis ojos en ella inquisitoriamente.

-No busco nada -aclaró con rapidez-. Él es mi padre -cogió la mano del hombre y la apretó mientras le sonreía-. Pero Lucas tiene derecho a saber que existo.

Moví la cabeza afirmativamente intentando asimilar todo lo que estaba escuchando.

-¿No lo sabe?

-No se lo dijo.

Sacó una de las libretas, la abrió casi por el final y leyó:

"No se lo he dicho.

Después de cenar fuimos a su casa, como siempre. Nada más entrar supe que algo había cambiado. Puede que fuera el olor. Olía diferente. Puede que fuera alguna cosa cambiada de sitio. No sé. Lo sentí. Por eso no me extrañó ver, bajo la mesita de noche, las zapatillas de estar por casa de ella. Así que tomé una decisión: No se lo diría. 

Me quité la ropa y me acosté en mi lado de la cama, pero dándole la espalda. Él intentó llamar mi atención varias veces. Al final desistió. Se acurrucó a mi lado y me abrazó. Su mano tocaba mi vientre y yo sonreí pensando que, sin saberlo estaba acariciando a su hija. Porque será niña, lo sé, lo siento. Y ella, mi niña, supo que era la mano de su padre, porque la sentí tranquila.

Dormimos así toda la noche: abrazados. Por la mañana, en el baño, en el cajón donde guardo mi peine y mi cepillo de dientes, encontré una carta de ella. Se van a casar pero ella no puede ser feliz, dice que por mi culpa. Los ojos con los que dice que Lucas me mira, sólo deberían mirarla a ella; las palabras que me escribe en sus cartas, sólo debería dirigírselas a ella; la alegría con que espera mi regreso, sólo debería sentirla por ella. Yo soy sólo una sombra del pasado que se resiste a desaparecer, un fantasma que se empeña en permanecer en un mundo al que ya no pertenece, unas cadenas que les impiden ser felices.

Pasamos juntos todo el día. Recorrimos los lugares de nuestra infancia. Y volvimos a dormir abrazados.

Esta mañana le he acompañado al trabajo. Me he despedido de él con el beso más triste que he dado en mi vida. Sabía a sal, como las lágrimas que no he dejado que salieran. Lo he visto alejarse sin mirar atrás. 

También he perdido a un AMIGO, a mi mejor amigo".

Nos quedamos los tres en silencio durante un par de minutos. Saqué el móvil del bolsillo. Marqué un número y esperé.

-¿Gimeno? Baja al café de la plaza. Hay alguien a quien debes conocer.

Lo vimos salir del periódico y cruzar la plaza. Al llegar a la terraza me buscó con la mirada. Me levanté y él se quedó clavado en el suelo con la misma cara que debía tener yo un rato antes. Sus ojos saltaban de ella a mí intentando encontrar la clave. Me acerqué a él, sonriendo con calma. Le golpeé amistosamente en el hombro y lo llevé hacia la mesa.

Me retiré despacio, sin hacer ruido. Desde el centro de la plaza, me giré para echar una última ojeada. Estaban los tres sentados, sobre la mesa, una espesa nube de sentimientos.

Ni siquiera se habían dado cuenta de que yo ya no estaba. Normal, yo nunca fui otra cosa que un par de líneas sueltas en la historia de esa familia.

lunes, 9 de mayo de 2016

LOS OJOS VERDE OLIVA VIII

Yo los miraba sin entender nada. Él me tendió la mano.

-Soy Pedro Millán, el marido de Paula. Encantado.

¿Paula? ¿Quién diablos era Paula? ¿Quién era ese hombre? ¿Cómo puñetas podía estar la chica de ojos verdes delante de mí veinticinco años después sin que el tiempo la hubiera cambiado? Mis ojos iban sin parar de los ojos verdes de la fotografía a los que tenía frente a mí. Sentí vértigo. Me sujeté con fuerza al respaldo de la silla para no caer.

Ella vino en mi auxilio:

-Siéntese, hombre, que parece que ha visto un fantasma -dijo divertida.

Se burlaba de mí igual que lo hizo durante aquel desayuno, como lo hizo la última vez que la vi.

Respiré hondo y me senté. Seguía sin poder desprender mis ojos de los suyos, de los de hoy y de los que me miraban desde aquel trozo de papel.

-Los conoce ¿verdad?

Fijé mi mirada en ella.

-No se asuste, no soy yo. Es mi madre. No nos parecemos tanto ¿no?

Las miré de nuevo. Quizá el pelo no tan claro ahora, los rizos no tan marcados, los pómulos más afilados.

-Hace mucho tiempo y sólo la vi dos veces -me disculpé.

-¿Dos veces? ¿Cuándo? -Quiso saber.

-Hace mucho. Estuvo toda la tarde del sábado sentada en esta misma mesa. Esperaba a Gimeno.

-¿Gimeno?

-Lucas -aclaré-. Yo bajé ya de noche. Intercambiamos un par de frases. La volví a ver el lunes por la mañana. Me invitó a compartir su mesa para desayunar.

-¡Ah, era usted! -Exclamó con los ojos abiertos de par en par-. ¡Qué casualidad!

-¿Yo? ¿Quién? ¿Qué? -Cada vez entendía menos.

-Mi madre escribía -me explicó-. Escribía cuentos, pero también una especie de diario.

Abrió la mochila que tenía a su lado y me enseñó un montón de libretas como aquella en la que le había visto escribir durante horas aquel sábado. Como la que tenía ella sobre la mesa en aquel momento.

Asentí en silencio.

-¿Y qué decía de mí?

-Que quiso ligar con ella -de nuevo usaba el mismo tono burlón que su madre-, que usted estaba muy bien, pero que ella no tenía claro qué le interesaba más a usted, si ella por sí misma o fastidiar a Lucas.

Miré, avergonzado, el suelo.

-Al principio, más lo segundo, la verdad. Sin embargo, después de aquella mañana, ella, sin ninguna duda.  La busqué durante mucho tiempo, pero nunca más volvió.

-Ya no había nada que la retuviese aquí -intervino el hombre.

Me miraba fijamente y yo sentí una punzada. No sé qué me hirió más, si su comentario o sus ojos.