jueves, 28 de enero de 2016

SE LLAMABA ALICIA

      Se llamaba Alicia y tenía diecisiete meses. Debía tener la energía y la ilusión de quien acaba de llegar al mundo y lo tiene todo por descubrir. Contaba con el amor de su madre y tenía derecho a ser querida, cuidada y respetada. De repente, todo terminó contra el duro suelo de la acera, una madrugada.
      Puedo sentir su turbación porque no entendía qué estaba ocurriendo. Puedo sentir su miedo. Puedo sentir cómo el miedo se convierte en terror. Puedo oír su llanto, su corazón latiendo acelerado. Puedo ver sus ojos. Puedo sentir el golpe seco contra su cabeza. Luego nada.
      Puedo ponerme en la piel de su madre y sentir su desconcierto al despertar y no ver a su hija donde la dejó. Puedo sentir su miedo, oler su preocupación mientras recorre la casa buscando a su bebé. Puedo imaginar su incredulidad al descubrir la escena. Noto cómo sus párpados se abren y sus ojos se salen de las órbitas. Mi cerebro recorre el mismo camino que el suyo hasta llegar al horror de entender qué está ocurriendo. Mi sangre hierve como la suya y sé cómo sus músculos se pusieron en marcha para librar a su hijita del agresor. Imagino cómo el enfado dio paso al terror, al recibir el primer golpe, sé cuándo supo que se trataba de una lucha a vida o muerte. Sé cómo su instinto maternal la empujó una y otra vez contra el agresor para salvar a su niña, para arrebatársela de las manos. Siento el dolor de cada uno de los golpes, de cada uno de los cortes. Nada dolió tanto, sin embargo, como ver caer a su hija, como ver que la lanzaba por la ventana. Oigo el desgarro de su corazón. La siento escaleras abajo para abalanzarse sobre su hija, siento sus brazos rodeando su cuerpecito inerte, su cara ensangrentada cubriéndolo de lágrimas.
      No puedo -ni quiero- ponerme en la piel de esa cosa que abusa de un bebé. No puedo entender qué tiene en su cabeza, qué depravado resorte le impele a buscar placer agrediendo a una niña, qué extraño mecanismo provoca que, en vez de huir avergonzado al ser descubierto, opte por atacar a quien le ha pillado in fraganti y por matar a una criatura indefensa, violentada y abusada. Él sabía que obraba mal, por eso se escondía. Lo sabía y aun así. Lo sabía y lo empeoró.
      Sólo puedo sentir horror, pero es que yo soy un ser humano y él, una alimaña.

      Se llamaba Alicia y estaba estrenando la vida cuando un miserable se la arrancó de cuajo.

jueves, 21 de enero de 2016

APRENDIZ DE MALA

      Les confieso que tengo un problema. Tengo la manía de creer en la bondad apriorística de la gente y luego me meto unos trompazos que me dejan temblando varios días como si fuera uno de esos dibujos animados que, después de recibir un golpe, se pasan unos segundos vibrando por la pantalla.
      Hace unos meses describí en otra entrada a los distintos especímenes de humanos (Pincha aquí) y hoy he conocido a una aprendiz de mala de cojones de alrededor de siete años. Ustedes me dirán: "¡Imposible que una criaturita sea tal cosa!" Y yo les contesto que eso pensaba yo hasta que me la encontré. Les cuento y juzguen ustedes si la niña apunta maneras o no.
      Mi hijo que en ese momento aún no había cumplido seis años salió hace unas semanas del colegio contándonos una historia absurda de un tal Matacuchillos y que ha estado llorando. Como no entendíamos nada, se enfada y nos cuenta que era una broma pero que él se la había creído porque es tonto. Aún entendemos menos. Se acerca su profesora y nos explica que el niño se había asustado mucho en el patio porque unas niñas le han contado una historia de miedo. La historia en cuestión es que existe un tal Matacuchillos que, en vez de andar matando cuchillos como su nombre indica, va matando niños que están en los colegios y aprovecha para hacerlo cuando los niños entran al servicio. En concreto, ya ha matado, según las niñas en cuestión, a una nena en el baño de un colegio cercano. Como mi hijo, no sabía si creérselo o no, más bien supongo que estaba muertecito de miedo y buscaba una confirmación de la falsedad de lo narrado para poder respirar de nuevo, les preguntó si lo decían en serio, a lo que la aprendiza de mala de cojones, contestó que sí, que la acompañara al aseo de chicas y lo vería. Allí había mandado minutos antes a su amiga, que los esperaba haciéndose la muerta. Estarán conmigo que la niña es, por lo menos, retorcida.
      No contenta con eso, persigue, desde entonces, a mi criatura todos los santos días con la historieta de marras; le amenaza con acusarle de haber hecho “gorrinadas” con otras niñas en el baño si no hace lo que ella le manda; le persigue por el patio para "obligarle" a ser su novio (con todo lo que ello conlleva) o el novio de su amiga…, vamos, que tiene a mi hijo aterrorizado.
      Ayer tarde, salió mi hijo del colegio y me dijo que la nenita le había invitado a su cumpleaños para hacer las paces y ser amigos y me dio una nota escrita en un pañuelo de papel pero, claro, muy serio no parece. Ante mis reticencias, el nano me cuenta que se lo había dado en el patio y que era para que fuera su amigo. Como la niña estaba a unos dos metros de nosotros con su madre, envié a mi hijo a que le preguntase dónde era el evento. Mi peque fue y regresó unos segundos más tarde con cara de no entender nada diciéndome que era mentira y que él se lo había vuelto a creer.
      ¿Se puede ser más malvada? ¿Qué digo malvada? Mala de cojones. Y esperen a que crezca, porque su madre no le dijo ni mu.

lunes, 4 de enero de 2016

LAS REYAS MAGAS

      Recuerdo aquel diciembre de 2008. Mi hijo mayor, que tenía, por aquel entonces, cuatro años, nos contó al salir del colegio que ese día habían estado allí las Reyas Magas. Nosotros, perplejos e ignorantes de lo acontecido, contestamos normativamente explicándole que el femenino de rey es reina, por tanto debían haber ido las reinas magas. Él nos contestó sin inmutarse y con cierta condescendencia que habrían sido reinas si fueran vestidas de mujer, pero dado que estas mujeres iban vestidas de hombre, no eran reinas sino reyas. Ante tal alarde de sentido común lingüístico nos quedamos sin palabras y sin saber qué había pasado en el colegio.
      Dos días más tarde se celebraba la fiesta del AMPA para celebrar la Navidad y el profesor de nuestro hijo se nos acercó para darnos la foto que se había hecho la clase con los Reyes Magos que habían ido aula por aula. Entonces lo entendimos todo: tres madres del AMPA se habían disfrazado con ropas de los Reyes Magos, para recoger las cartas que los niños habían escrito en clase. Le contamos al profesor lo que nos había dicho nuestro hijo que ahora cobraba sentido y él nos preguntó, mientras nos daba la foto, cómo era posible que se hubiera dado cuenta si las señoras habían puesto la voz gruesa. En la foto posaban ellas, rodeadas de niños, todos mirando a la cámara. Todos menos nuestro hijo que, con la cabeza ladeada, miraba fijamente a las Reyas Magas.
      Los niños no son tontos, por mucho que pensemos que sí.
      Otra anécdota que ilustra nuestra necedad de adultos, ocurrió días más tarde, de camino a la cabalgata de los Reyes. Nos dirigíamos hacia el recorrido cuando nos cruzamos con un chico. Mi hijo, al que llevaba yo en brazos, casi le saca un ojo cuando, le señaló emocionadísimo y gritando: “¡Mira, mamá, el rey Baltasar!”. El chico, aguantó la risa como pudo y, en actitud solemne que siempre agradeceré, inclinó la cabeza saludándonos. Sin embargo, cuando, ya en el recorrido, apareció ante nosotros la carroza de Baltasar, mi hijo se quejó: “Es un hombre blanco pintado de negro”. Menos mal que ya había visto al verdadero huyendo de la escena del crimen.
      Miren, ya lo siento, pero es que yo soy muy respetuosa con las tradiciones, de hecho he dedicado más de un tercio de mi vida a estudiarlas, y las cosas son lo que son y como son. Los Reyes Magos son tres varones: Melchor (de piel y barba blanca), Gaspar, (de piel blanca y barba castaña) y Baltasar (de piel negra y sin barba). Y en este país viven los suficientes hombres de piel negra como para no tener que pintar a ninguno; y hay los suficientes hombres como para no tener que disfrazar a ninguna mujer de hombre.
      Cambiar la historia o las tradiciones no nos va a hacer más modernos ni menos machistas, sólo más desubicados y algo bobos, porque poner reyas en vez de reyes tiene el mismo efecto que poner una sanjosesa o un virgenmarío.
      Hubo reinas en Oriente, y no se disfrazaban de hombres para serlo. Hablemos a nuestros hijos de ellas. Contémosles que existieron, qué hicieron para ser famosas, por qué la sociedad patriarcal, temerosa del poder que podían tener las mujeres, intentó que cayeran en el olvido o en el desprestigio.       Recordémosles que, si no caminamos cada día hacia la igualdad, podemos retroceder hacia épocas pasadas y oscuras, épocas en las que la mujer no podía actuar en representaciones públicas y por eso La Moma es un hombre (más o menos igual de ridículo que una reya ¿por qué repetir la tontada?). Pero no les ocultemos el pasado, no se lo cambiemos porque entonces nuestros hijos no sabrán de dónde vienen ni el camino que se ha recorrido hasta llegar aquí.
      Y sobre todo, no creamos que los niños son tontos, porque no lo son. Pero, claro, ésta es sólo mi opinión.

AVISO A NAVEGANTES: MIS PROPÓSITOS PARA 2016

      Yo fui educada en la mesura, en el rígido sometimiento de los sentimientos a un control exhaustivo de la razón. Ni una lágrima podía escapar de mis ojos aunque estuviera rota por dentro, aunque el dolor más amargo me desgarrara el alma. Tampoco estaba permitido ninguna explosión de júbilo aunque hubiera logrado la mayor y más deseada de las hazañas. Ante un elogio, se debía bajar la cabeza y esgrimir una retahíla de defectos que anularan la virtud elogiada.
      Y, por supuesto, de los sentimientos, no se hablaba. No era una prohibición explícita, sino más bien un tabú, algo tan innombrable como presente. Palabras como “Te quiero”, sólo se oían en las películas y la ira era el peor de los pecados (aún no sabía que existía la lujuria) y había que contenerla a cualquier precio, se erradicaban las rabietas a golpe de palmada al culo y se sofocaban los enfados con bofetadas anti “ataques de histeria”.
      Así que imagínense en qué tremenda olla a presión se convirtió mi cerebro. Como cualquier olla a presión, la mía también tenía una válvula de escape: los ojos. Cada vez que hablaba de algo que para mí era importante y para los demás una tontería, algo absurdo, una locura, etc., mis ojos comenzaban a notar la presión y se llenaban de lágrimas que rodaban por mis mejillas sin que yo las pudiese controlar ni contener. Y eso me generaba enfado conmigo misma, con mis ojos y con aquéllos que no me aceptaban e intentaban que cupiese en un lugar imposible, y seguía calentando mi olla.
      El enfado se acumulaba a otros enfados, a otras emociones reprimidas que se convertían en frustración y enfado hasta que, cual alud incontrolable, la olla estallaba dejándolo todo lleno de restos de sentimientos ahogados.
      Bien, pues ya no más. Para este año me he propuesto cocinar sin olla exprés. Aviso a los navegantes de que, a partir de ahora, si algo me molesta, lo diré en ese momento; si algo me gusta, lo diré en ese momento; si me siento feliz, lo expresaré; si me siento triste, lloraré sin pudor; y si alguien me elogia, daré las gracias. Y, por supuesto, pienso decir "te quiero" a todas las personas que son importantes en mi vida, no vaya a ser que un día me vaya para siempre y no se lo haya podido decir.