viernes, 17 de junio de 2016

UNA TARDE PARA ELLOS

      EPÍLOGO:


      Un reguero de ropa hablaba de la prisa, de la necesidad, de la pasión. La cama deshecha. El pelo de ambos revuelto. La sonrisa plácida.
      El reloj del campanario de la iglesia del final de la calle marcó las nueve. Ella se levantó despacio, perezosa.
      -Es la hora –se lamentó–.
      -Espera –la detuvo–. Un beso por cada año que llevamos juntos.
      -¿Tantos? No me iré nunca –río ella–.
      -Mejor –respondió él y empezó a contar mientras la besaba–. Uno, dos, tres, cuatro, cinco…
      Ella respondía a cada beso con una sonrisa.
      -Cuarenta y siete. Ya está. Dentro de tres: medio siglo juntos.
      -¡Calla, qué viejos! –bromeó ella–.
      -No creas –corrigió él–. Aún nos queda por aprender.
      -Y por vivir… ¿Te imaginas si algún día…?
      -Éste de regalo, para que lo guardes hasta el año que viene –le selló los labios con un beso largo y suave que ella le devolvió acariciándole con su pecho–. No seas malvada que ya no tengo veinte años –bromeó con una sonrisa triste–.
      Ella se vistió con calma. No quería irse. Cada año le costaba más despedirse. La sombra de que fuera el último le atenazaba el corazón y la garganta. Lo miró. Él se había vuelto a tumbar en la cama y la contemplaba. Sonrieron. Ella se sentó en el borde peinándose y sin dejar de mirarle. Volvieron a besarse.
      Se colocó los zapatos y la chaqueta y se dirigió a la puerta.
      -Hasta el año que viene, cariño –se despidió lanzándole un beso–.
      -Hasta el año que viene, amor.
      Cerró la puerta y él escuchó el golpeteo de los tacones alejándose. Fuera, la luna competía con las farolas. La gente regresaba presurosa a sus hogares. Ella también.
      Él salió diez minutos más tarde. Miró a ambos lados de la calle y se levantó el cuello de la chaqueta antes de comenzar a andar. La humedad se colaba por cualquier resquicio y últimamente no la soportaba bien. Se encaminó hacia la avenida, las luces de los coches y autobuses rayaban la noche. Detuvo un taxi, indicó la dirección al conductor y dejó que su mirada vagara mientras le conducían a casa.

jueves, 16 de junio de 2016

UNA TARDE PARA ELLOS

      ELLOS


      Los ojos de él pugnaban por perderse en el contoneo y soñar con otros balanceos o quedarse fijos en aquellos grandes ojos que le sonreían divertidos y le invitaban a convertir en realidad los sueños.
      Entonces ella se mordisqueó el labio inferior y él sintió un escalofrío recorriendo su espalda. Él se levantó para saludarla mientras ella se inclinaba para besar su mejilla, de manera que los ojos de él se toparon con el escote premeditado de ella. Intentó apartar la mirada pero ya era tarde: aquel botón desabrochado dejaba atisbar una promesa a punto de ser descubierta y sus ojos no pudieron resistir el afán de aventura.
      Él le cedió el sitio y se sentó al exterior del banco. Ella se quitó la chaqueta antes de ocupar su lugar y la dejó, junto al bolso, a su derecha.
      Llegó el camarero, ella se pidió un vermut blanco, seco. Se lo sirvieron en una copa con el borde azucarado y con una aceituna sin hueso, pinchada en un palillo, flotando dentro. Cuando se quedaron solos, brindaron sin palabras y sin dejar de mirarse.
      Como cada siete de noviembre, el silencio se adueñó de los primeros minutos. Se miraban conociéndose y reconociéndose; comprobando si el año había traído algo nuevo o eliminado algo viejo; sonriendo, felices, mientras se recorrían con los ojos concluyendo que todo estaba en orden, que el otro era el de siempre y que nada faltaba entre ellos.
      Poco a poco las palabras ocuparon su sitio. Al principio, atropelladas, porque pretendían ponerse al día rápidamente. Después, sosegadas, bajaban el tono hasta convertirse en una caricia que allanaba el camino a las manos quienes, tímidas, aún no se atrevían a entrar en escena.
      Sus dedos eran pura energía contenida. Temían tocar al otro y que no soportase la descarga así que ambos los retenían como podían: ella recorría de arriba abajo su copa una u otra vez, dibujando el contorno con los índices; él jugueteaba con una servilleta.
      Fue ella la que empezó. Sin previo aviso, su mano se escapó, presurosa, para dar un furtivo apretón al brazo de él mientras reía por algo que le había susurrado. Él aprovechó para retener esa mano e impedirle la fuga. Ella la dejó reposar cayendo rendida ante el flujo eléctrico que trepó desde sus dedos hasta sus hombros. Se le agitó la respiración y su pecho subía y bajaba pugnando por deshacerse de las ataduras.
      El dorso del índice de él descendió, junto con sus ojos, desde la sien palpitante de ella, por su mejilla y cuello, hasta detenerse enroscándose en la cadena que ella siempre llevaba con un pequeño colgante. Aún no. Paciencia.
      La mano de ella ascendió lentamente por el brazo de él hasta el hombro. Las yemas de sus dedos apenas si le rozaban a través de la camisa, pero iban levantando el vello a su paso como si de un imán se tratase. Al llegar al hombro se entretuvo dibujando un par de círculos antes de dejarse resbalar por el pecho de él.
      Las palabras casi habían desaparecido y eran las manos quienes hablaban ya. De vez en cuando algún “Te quiero” apenas musitado lograba abrirse camino y escapar aliviando la tensión que se apoderaba de ellos.
      La mano de él regresó al rostro de ella y con el índice delineó con sus labios. Ella intentó mordisquearle y él huyó travieso y lo dirigió hacia la barbilla deslizándolo mentón abajo.
      Enlazaron los pulgares y comenzaron a acariciarse las manos, pero sus cuerpos pedían más, así que él se levantó. Ella lo siguió. Él se detuvo frente a la máquina de discos y escogió uno. Ella le esperó. Se abrazaron y comenzaron a bailar muy juntos, sintiendo cada milímetro del cuerpo del otro. Sonaba El día que me quieras y ellos giraban lentamente, los dedos rozando la piel del otro, los labios susurrando palabras de amor, convertidos en uno solo.

miércoles, 15 de junio de 2016

UNA TARDE PARA ELLOS

      ELLA


      Ella caminaba con paso firme y sosegado por la acera. Pisaba el suelo con seguridad para intentar evitar ese temblor fatal de los tobillos que le provocaban, casi sin remedio, los tacones de aguja. Parecía interpretar una suave melodía en la que el ritmo lo llevaban los tacones golpeando el suelo. Se centró en el bamboleo de sus caderas acentuado por la falda de tubo. Se sintió hermosa y sensual.
      Consultó el reloj. No quería llegar demasiado pronto. Ni demasiado tarde. La hora exacta eran las seis y diez: diez minutos de cortesía que cada año cumplía como si de un ritual se tratase.
      Respiró hondo evocando su rostro sonriente y aliviado cada vez que ella aparecía bajo el dintel de la puerta; su mirada de reproche disolviéndose en deseo; su perfume envolviéndola y anticipándose a las manos; la leve caricia electrizante; el cosquilleo que descendía desde su vientre hacia sus piernas.
      Consultó el reloj de nuevo. Se detuvo en el portal contiguo. Se alisó la falda, estiró la chaqueta, sacó un espejo del bolso y comprobó su peinado. Perfecto. Los mechones que debían estar en su sitio, permanecían en él y los que nunca debieron estarlo continuaban libres. Revisó sus labios. Optó por no retocarlos no fuera a ser peor el remedio que la enfermedad y el temblor nervioso de su mano desdibujara el perfil. Los humedeció. Una última mirada y decidió desabrochar otro botón de la blusa. Así mejor. Volvió a sentirse hermosa y sensual. Soltó con fuerza el aire con la esperanza de expulsar con él la ansiedad y entró.
      Como cada siete de noviembre, se detuvo un instante en el umbral, miró al fondo del local y sus miradas se cruzaron. Ella se dirigió hacia él apresurando un poco el paso, lo que enfatizaba el vaivén de sus caderas, mientras esbozaba un gesto de disculpa por el retraso que pretendía esconder su incapacidad de soportar la angustia de ser ella la primera en llegar y esperar a su amado en vano.
      Instintivamente, llevó su mano izquierda a su oreja y jugueteó con el pendiente mientras sonreía y encogía los hombros, coqueta. Estaba realmente guapo. Era muy guapo. Sintió un hormigueo en la boca del estómago y apretó metiendo el vientre hacia dentro. Tomó aire hinchando el pecho y lo sintió luchar contra la blusa desabrochada. Le imaginó como tantos otros siete de noviembre y las fuerzas le resbalaron por los brazos hasta concentrarse en sus manos.

lunes, 13 de junio de 2016

UNA TARDE PARA ELLOS

      ÉL


      Como cada siete de noviembre, él la esperaba sentado en la última mesa del bar, bebiendo una copa de vino tinto. El mismo bar en el que se conocieron. Una barra a la izquierda de la puerta que llegaba hasta la mitad del local, dos hileras de bancos enfrentados clavados al suelo con las mesas en medio, los altos respaldos que protegen de las miradas indiscretas, una antigua máquina de discos frente a la barra, luz tenue.
      Sus manos apenas podían ocultar la ansiedad cada vez que sobrevolaban las páginas del periódico intentando coger una esquina para pasar la hoja. Sus ojos saltaban de los titulares a la puerta con tanta rapidez que le era imposible saber con certeza ni lo que había sucedido ni lo que estaba por suceder.
      Él llegaba siempre con diez minutos de antelación y ella se retrasaba siempre diez minutos, de manera que aquéllos eran los peores veinte minutos del año.
      Los primeros diez minutos los pasaba imaginándola llegar, tejiendo cada instante de aquella tarde o recordando cada segundo de las tardes anteriores. Su corazón latía acelerado al ritmo de los recuerdos: su sonrisa al llegar, el roce se su piel, su risa juguetona, su mirada invadida por el deseo; y al ritmo de su imaginación: el vaivén de sus caderas al entrar, el nacimiento de sus pechos apenas vislumbrado a través del escote, la antesala del abandono en sus manos. Y un instante después se detenía bruscamente cada vez que la puerta se abría y no era ella.
      Durante los últimos diez minutos, era sacudido por calambrazos de sentimientos. Tan pronto sonreía feliz al imaginarla entrar, como maldecía, un segundo más tarde, la maldita coquetería que cada año le robaba diez minutos de disfrute, o le invadía la angustia imaginando que cualquier calamidad era la culpable del retraso, o se abrumaba por la culpa por haber fantaseado con su muerte, o se encogía de dolor cuando le aguijoneaba la idea del abandono. ¿Y si este año no acudía a la cita?
      Se obligaba a cerrar las puertas de su corazón a la duda contraponiendo imágenes de su amor y su cuerpo reaccionaba a estos recuerdos: se le agitaba la respiración, sus piernas se derretían y notaba como su sangre se agolpaba y fluía desbocadamente casi a la vez.
      La puerta se abrió a las seis y diez. El corazón se le detuvo durante unos segundos y luego aceleró el ritmo para recuperar el latido perdido. Las piernas perdieron definitivamente el tono muscular que le hubiera permitido ponerse en pie. Y sintió la placidez del alivio.