jueves, 18 de agosto de 2016

ESCENA SEGUNDA O DE QUIÉN DECIDE LO QUE SE EMITE POR TELEVISIÓN

      La otra noche andaba yo leyendo mientras la televisión, ese aparato que habla sin necesidad de que le hagas caso, estaba emitiendo uno de esos programas veraniegos que no sé quién los inventa pero algún individuo que debe pensar que durante el verano sufrimos una transformación/atontamiento y no nos importa un pimiento tragarnos cualquier birria. Del programa sé poco. Se escuchaban risas por doquier, sólo eso.
      Sin embargo, de repente, sobre las risas escuché claramente un verso recitado por una voz femenina: “otro que le estoy bordando y otro que le bordaré”. Mis orejas se alzaron cual las de un perro de caza que detecta la presencia de una presa. Mis ojos se centraron en la pantalla. Una mujer mayor, sentada en el asiento más cercano a la escalera que separaba varias hileras de sillas y a la que una mujer joven y delgada, que estaba de pie sobre el escalón más cercano, le enchufaba el micrófono mientras se desternillaba, seguía recitando los versos del romance Las señas del esposo constantemente interrumpida por las risas de todo el público asistente, la presentadora y demás personal de la sala. Por si fuera poco, el programa que yo no estaba viendo y que, al parecer, se limitaba a poner vídeos de otros programas de los que reírse, le añadía risas enlatadas, con lo que seguir el curso del romance era harto complicado.
      Y ahí estábamos, unidas por un extraño hilo capaz de salvar el tiempo y la distancia, la mujer empecinada en recitar un romance y yo empecinada en escucharlo a pesar, ambas, de las risas ignorantes de quienes no sabían qué nos traíamos entre manos.
      Cuando la mujer desapareció de la pantalla, silenciada por quienes, incapaces de apreciar la joya que se les ofrecía gratuitamente, la despreciaban y se burlaban, me invadió una nostalgia indignada.        
      Recordé a mis compañeros de viaje durante mis años de investigación sobre el Romancero y les eché de menos. Nos imaginé juntos asistiendo, espantados a la escena; sintiendo el mismo pavor, desconcierto y furia que debió sentir don Quijote cuando quemaban sus libros.
      Y entre todos me acordé de ti, Vicent, que ni te imaginas la ilusión que me hace saber que me lees, pero eso merece otra entrada.

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