Una mañana de las que apareció sólo con su libro, esperé, como otras veces, a que su danza finalizara con su desplome sobre la toalla para levantarme de mi silla y seguir observándola desde el escondite que me proporcionaba mi habitación. Sin embargo, nada más ponerme en pie, ella levantó sus ojos hacia mí y me clavó una mirada inquisitiva. Mi primer instinto fue el de retroceder rápidamente para esconderme, pero, inmediatamente me arrepentí avergonzado. Di un paso adelante, le sostuve la mirada mientras le sonreí y levanté la cabeza a modo de saludo. Ella no se inmutó y siguió mirándome fijamente. Yo me di media vuelta, entré corriendo a mi habitación y salí con mi bañador nuevo, la toalla que me regaló el único amigo que tenía en mi anterior colegio y con mi camiseta preferida.
Me asomé a la cocina, mis padres andaban ocupados preparando la comida. Les dije:
-Me bajo a la piscina, chao.
Mi padre me miró desconcertado, mi madre sonrió y asintió con la cabeza.
-Pásalo bien, hijo.
Volví sobre mis pasos, le di un beso en la mejilla y, azorado, corrí hacia la puerta.
Ella estaba mirando hacia mi portal. Cuando me vio aparecer sonrió triunfal.
-Por fin bajas –se limitó a decir cuando me planté a su lado.
-Me llamo Sergio.
Asintió:
-Tú ya sabes mi nombre ¿no?
-Elsa –le dije mientras me sentaba a su lado.
De repente fuimos conscientes de que la pandilla se había quedado en silencio y nos miraban con curiosidad.
-Son imbéciles –dijo saludándoles con la mano y una mueca.
Ellos desviaron sus miradas pero siguieron pendientes de la escena. Yo me estaba poniendo nervioso. No estaba acostumbrado a ser yo el objeto del interés de nadie. Tampoco sabía muy bien qué decir y no estaba dispuesto a ser el hazmerreír con tanto público así que me armé de valor y le dije:
-¿Te vienes a la playa?
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