miércoles, 14 de diciembre de 2016

UN LUGAR PERFECTO IV

      Ella llegaba cada mañana a la piscina a eso de las once y media. A veces la acompañaban su hermana y su madre, otras acudía sin más compañía que su libro. Su hermana tendría unos diez años, ella debía tener la misma edad que yo: quince. Cuando bajaban juntas, siempre acababan enfadadas con su madre. Ellas se divertían tirándose al agua de mil maneras diferentes, a cual más tonta y más cómica (nada que ver con las perfectas piruetas de los perfectos ni con la perfecta postura corporal de las perfectas); o jugaban a hacerse aguadillas. Su madre siempre reñía a la pequeña: “Cuidado que vas a hacer daño a tu hermana”, “¿Por qué no juegas a otra cosa, que tu hermana se puede hacer daño?” Y ella acababa discutiendo con su madre: “¡Déjala en paz, que no soy de cristal!” Y recogían sus bártulos, enojadas, para alejarse de su mirada y sus comentarios sobreprotectores.
      Una mañana de las que apareció sólo con su libro, esperé, como otras veces, a que su danza finalizara con su desplome sobre la toalla para levantarme de mi silla y seguir observándola desde el escondite que me proporcionaba mi habitación. Sin embargo, nada más ponerme en pie, ella levantó sus ojos hacia mí y me clavó una mirada inquisitiva. Mi primer instinto fue el de retroceder rápidamente para esconderme, pero, inmediatamente me arrepentí avergonzado. Di un paso adelante, le sostuve la mirada mientras le sonreí y levanté la cabeza a modo de saludo. Ella no se inmutó y siguió mirándome fijamente. Yo me di media vuelta, entré corriendo a mi habitación y salí con mi bañador nuevo, la toalla que me regaló el único amigo que tenía en mi anterior colegio y con mi camiseta preferida.
      Me asomé a la cocina, mis padres andaban ocupados preparando la comida. Les dije:
      -Me bajo a la piscina, chao.
      Mi padre me miró desconcertado, mi madre sonrió y asintió con la cabeza.
      -Pásalo bien, hijo.
      Volví sobre mis pasos, le di un beso en la mejilla y, azorado, corrí hacia la puerta.
      Ella estaba mirando hacia mi portal. Cuando me vio aparecer sonrió triunfal.
       -Por fin bajas –se limitó a decir cuando me planté a su lado.
      -Me llamo Sergio.
       Asintió:
       -Tú ya sabes mi nombre ¿no?
       -Elsa –le dije mientras me sentaba a su lado.
       De repente fuimos conscientes de que la pandilla se había quedado en silencio y nos miraban con curiosidad.
      -Son imbéciles –dijo saludándoles con la mano y una mueca.
      Ellos desviaron sus miradas pero siguieron pendientes de la escena. Yo me estaba poniendo nervioso. No estaba acostumbrado a ser yo el objeto del interés de nadie. Tampoco sabía muy bien qué decir y no estaba dispuesto a ser el hazmerreír con tanto público así que me armé de valor y le dije:
       -¿Te vienes a la playa?

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