Mis padres habían comprado el apartamento unos meses antes y llegaron a casa, emocionados, mostrándome las llaves y los planos.
-Es perfecto, Sergio, te va a encantar. Está frente al mar. De hecho, se ve desde la terraza y desde las habitaciones.
-Vas a tener una habitación para ti y es grande; podrás llevar tus cosas.
-El edificio hace una U, ¿lo ves? Y en el centro está la piscina con césped alrededor. A los lados tiene un campo de fútbol, una cancha de baloncesto y una pista de tenis –mi padre me iba señalando cada cosa que nombraba en los planos, como si a mí me interesara lo más mínimo.
-Hay muchos chicos de tu edad, los hemos visto. Es una buena pandilla. Te vas a divertir y harás amigos nuevos. Es perfecto, de verdad.
Yo les escuchaba con una mezcla de cabreo e incredulidad.
“No me va a encantar. Yo no quiero ir a ningún sitio. ¿Quién les manda comprar nada? Pues allí tampoco voy a salir de casa. De mi cuarto, a la cocina para comer y ya. ¿Con que va a ser perfecto? Nada es perfecto. ¡Bah, amigos! ¿Quién necesita amigos? Yo tengo bastante con mis cosas.”
¡Mis cosas! Mis cosas se llamaban caballete, óleos, carbones y pinceles y formaban parte de mi terapia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario