Fue en el instituto, hace dieciocho años más o menos. Ella llegaba tarde y entró a clase cuando ya estábamos todos sentados y la profesora ya tenía la lista en las manos. Llamó a la puerta mientras la abría y pedía permiso para entrar. Era el primer día de clase y se excusó diciendo que se había perdido. La profesora bromeó y ella se sonrojó, se colocó detrás de la oreja los mechones rebeldes que se le habían escapado de la trenza y se sentó en el primer sitio libre que encontró.
Yo la veía desde atrás. Su pelo brillaba al sol. Parecía que un hada había esparcido polvos mágicos sobre su cabeza y había dejado hueca la mía porque era incapaz de atender a la profesora que nos hablaba entusiasmada sobre el programa de la asignatura y el sistema de evaluación.
Sólo coincidía con ella en Latín y me costaba tanto centrarme en César que casi suspendo una de mis materias preferidas. Tenía que poner remedio a esta situación. Tenía que atreverme a hablar con ella. Estuve observándola y descubrí que se hizo amiga de unas chicas de mi clase de griego así que me acerqué a ellas y conseguí entrar en su círculo de amigos.
Yo era un bicho raro, pero ellos también eran un poco marcianos así que encajé bastante bien y mantuvimos la amistad aunque no todos coincidimos en la facultad.
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