jueves, 30 de marzo de 2017

QUOUSQUE TANDEM

      Así comienza la primera Catilinaria. Cicerón se preguntaba hasta cuándo pensaba Catilina abusar de la paciencia del Senado. Yo la utilizo en contextos similares, pero me viene también a la cabeza cada vez que alguien se pregunta un “¿Hasta cuándo?”
      La recordé cuando, hace un par de semanas, Pablo Iglesias preguntó a Rajoy con cuántos casos aislados de corrupción, la corrupción deja de ser aislada. Al escuchar la respuesta me vino a la cabeza la frase de Cicerón, “¿Hasta cuándo abusarás, Catilina –léase Rajoy-, de nuestra paciencia?”
      Pero no es de política de lo que quiero reflexionar hoy. Es de educación, cultura y deporte. No del Ministerio, claro, sino de esos conceptos. Y viene a colación la entradilla porque en los mismos días en que Pablo Iglesias le preguntaba a Rajoy con cuántos casos aislados, yo leía un artículo del año pasado que me llegó a través de las redes sociales y en el que se contaba cómo y por qué un niño concreto de doce años explicaba que dejaba el fútbol a su entrenador, un hombre muy atareado y poco empático con sus pupilos, a tenor de lo expuesto, ya que solo accede a escuchar al niño porque “nota cierta seriedad en el jugador”. El niño, comenta el artículo, destaca en ese deporte, pero se queja de no aguantar más porque ya no se divierte jugando porque, al parecer, el entrenador solo quiere que ganen, les habla de Mouriño o de Pep Guardiola y les trata como profesionales. Continuaba el niño quejándose de que el entrenador les gritaba y no porque hubiera tenido un mal día, sino por costumbre. Los gritos y las faltas de respeto, parecen ser habituales en su manera de comunicarse con los niños a los que entrena.  También nos cuenta que el entrenador falta el respeto a los árbitros, que mira con odio a los rivales, que enseña a sus jugadores a hacer trampas para poder ganar. Bueno, el entrenador las llama tácticas y trucos propios del juego. Luego, el artículo sigue con quejas y reproches mutuos sobre el rendimiento: que si los chavales no rinden lo suficiente, decía el entrenador, que si el entrenador no se preocupa por las personas que son los niños, sino que los trata como fichas de una gran partida, decía el niño.
      Había un comentario al final que decía que este artículo debería ser de obligada lectura para todos los entrenadores. Así que me apliqué el cuento y lo leí.
      Mi primer pensamiento fue que no todos los entrenadores somos iguales, claro, una, como entrenadora no quiere verse reflejada en semejante espejo y echa balones fuera. El segundo, que esas cosas pasan en el fútbol y no en mi deporte: el atletismo. Pero ¿quién me dice a mí que no hemos acabado copiando?
      La primera vez que tuve contacto con el fútbol fue en una concentración deportiva con mis atletas. Coincidíamos a la hora de entrenar con un grupo enorme de futbolistas. Nosotros ocupábamos las pistas de atletismo y ellos, la pradera, en donde habían colocado unas porterías. Los futbolistas eran más pequeños que mis atletas y eso que los más pequeños de los míos tenían trece años. Nunca había oído hasta entonces tantos insultos, tantos tacos y tanta falta de respeto junta delante de unos niños. Pero sobre todo me traumatizó el entrenador de porteros. Tenía cinco o seis niños a su cargo y en ningún momento le oí dirigirse a ellos por su nombre. Todos tenían un mote, a cada cual más despectivo, y si no, les llamaba con insultos dirigidos a ellos o a sus madres que son las que siempre acaban pagando el pato en el repertorio de insultos.
      Durante el tiempo que yo practiqué atletismo como atleta y durante el tiempo que fui entrenadora, entre 1986 y 2004, conocí a muchos entrenadores y compartí entrenamientos y competiciones con ellos y, aunque los había bruscos, indiferentes e incluso malencarados, jamás les oí insultar de esa manera a sus atletas o a los rivales de sus atletas.
      Un día, mucho tiempo después, cuando yo ya no era entrenadora, hablando con el padre de un amigo de mi hijo que jugaba al fútbol, le comenté aquella experiencia traumática. Él me contestó que era normal que los entrenadores hablaran así a los jugadores, pero que los padres de los niños eran mucho peores. Me contó que solía sentarse separado del resto de padres porque sentía vergüenza ajena no sólo por los insultos que dedicaban a sus hijos, sino también, por los improperios lanzados contra los niños del equipo rival. Y me habló también de los trucos (trampas, diría yo) para ganar tiempo, para engañar al árbitro, para intentar ganar... Tuve ocasión, este verano, de comprobar cómo en un partido de simple juego entre niños para matar el tiempo de una de las largas tardes de agosto, se utilizaban estas trampas y, la verdad, me quedé perpleja al ver cómo un niño se tiraba al suelo gritando como si lo estuvieran matando mientras llevaba sus manos a la cara para hacer creer que el balón que había pasado a más de un metro de su cintura, le había golpeado en el rostro. A partir de ahí, se desplegaron ante mis ojos toda una retahíla de malas prácticas.
      Hablando con aquel padre, recordé que había un entrenador de atletismo famoso por enseñar a sus atletas a chupar rueda siempre y no tirar nunca; había otro que siempre andaba gritando, enfadado, a los propios, si no corrían lo que él consideraba apropiado y a los ajenos, si corrían más que los propios. Aunque también es cierto que este señor tenía recursos lingüísticos más que suficientes para no utilizar insultos ni  palabras soeces. Pero no logré recordar ningún otro entrenador de ese tipo.
      Sin embargo algo ha pasado desde entonces.
      En enero de 2016 regresé a las pistas de atletismo como entrenadora. En marzo, durante el Campeonato de España de Marcha en Ruta, pude ver, en varias ocasiones, a un chaval de la categoría cadete trotar para que no le dejaran atrás los marchadores del grupo en el que iba. La segunda vez que le vi trotar se lo recriminé y se revolvió diciéndome que a mí qué me importaba. Pues mucho, la verdad, porque eso es una trampa que ensucia una especialidad que amo.
      Meses más tarde, uno de mis atletas fue víctima de un comportamiento que, si no era antideportivo (yo creo que sí), desde luego era feo, humillante para con la víctima y, sobre todo, absolutamente innecesario.
       Este año, durante el Campeonato Autonómico de Marcha en Ruta, escuché a un entrenador decir a sus marchadores que, mientras no tuvieran dos avisos en la pizarra, podían correr todo lo que quisieran. Desconozco si era una de las atletas de este entrenador la que recibió la amonestación de una veterana que le dijo que ya la había visto trotar dos veces.
      En una competición en pista, dos de mis atletas me contaron, sin dar crédito a lo que habían vivido, que se habían cambiado de sitio porque había una entrenadora mentando a la madre de una de las competidoras, no sabían si a la de su atleta o a la de la mía que iba justo delante.
       En esa misma competición, en la prueba de marcha, un niño daba una carrerita para alcanzar al que llevaba delante cada vez que este se le escapaba. Eso sí, el niño disimulaba haciendo como que tropezaba, pero claro, o era muy torpe o, a la tercera vez que una lo ve tropezar y alcanzar al rival tras cuatro o cinco pasos al trote, se fija en el muchacho en cuestión y ve la trampa, que no estrategia, no nos confundamos. El caso es que, como yo, también los jueces detectaron el modus operandi del niño y empezaron a sacarle avisos. En la última vuelta, el niño que iba delante de él se había alejado lo suficiente como para entrar en segunda posición sin problemas, pero el de las carreras prefirió intentar ser plata antes que conformarse con el bronce y comenzó a marchar perdiendo contacto de una manera muy descarada. Los jueces lo vieron y lo descalificaron en la recta de meta. El niño se lanzó al suelo pataleando y dando puñetazos a la pista mientras insultaba a los jueces con todo tipo de improperios y, ¡cómo no! a sus madres. El espectáculo duró más de 5 minutos durante los cuales ni su entrenador ni ningún adulto responsable de aquel niño hizo nada por detenerlo. Imagino que cuando el dolor en manos y pies fue más grande que su enfado, se levantó y siguió con su ristra de insultos durante otros cinco minutos más sin que nadie le dijera aquel niño que su actitud no era la correcta. Y es que son niños, entra dentro de lo esperable que no actúen adecuadamente, que se equivoquen, que no toleren la frustración… pero para eso estamos los entrenadores, para reconducir esas conductas.
      Así que empecé a preguntarme con cuántos casos aislados de entrenadores tramposos o maleducados o ausentes, los casos dejaban de ser aislados. Y, sobre todo, a preguntarme hasta cuándo íbamos a consentir que este tipo de personas ensuciasen nuestro deporte. Que conste que voy a hablar del atletismo porque es el deporte que conozco, pero seguramente esta reflexión podría extenderse a otros deportes, a otros entrenadores y a otros deportistas.
       Estoy segura, porque este argumento ya lo he escuchado muchas veces, que algunos dirán que ningún deportista llega a la élite si está entre algodones, si no se le presiona, si no se le lleva al límite, si no aprende a trampear. Pero no estoy de acuerdo. Desde mi humilde opinión, y me consta que no soy la única que piensa así, los atletas son, antes que atletas, personas, y como tales tienen sus días buenos y sus días malos, sus problemas y sus emociones y es necesario respetarles, aceptarles y ayudarles. Estoy convencida de que si saben que su entrenador confía en ellos; que es el compañero que va a llorar junto a él en los días malos y reír en los días buenos; que le va a apoyar cuando lo necesite y que va a respetar sus decisiones en competición, porque no nos olvidemos, desde fuera podemos tener más perspectiva, pero también desde la barrera, todos somos Manolete; si saben que siempre vamos a ver tanto lo que han hecho bien como lo que tienen que mejorar, van a rendir mucho mejor.
      Yo funciono así, o al menos lo intento, que no soy perfecta. No tolero una trampa y mis atletas no hacen trampas a sabiendas. No les insulto, ¡faltaría más!, es que ni se me ocurre y tampoco consiento que se insulten o se falten el respeto entre ellos o hacia otros. Atiendo sus miedos, sus dudas, sus desconsuelos o su tristeza de la misma manera que disfruto con ellos de sus victorias… Y algunos de ellos tienen marcas que los sitúan en muy buenas posiciones en el ránking nacional. Es más, creo que algunos de ellos no lo hubieran logrado con las tácticas y estrategias del otro tipo de entrenadores.
      Así pues, tras reflexionar varios días sobre estas cuestiones, viajé con mis atletas al Campeonato de España de Marcha en Ruta. Allí vi a una marchadora juvenil trotar todas y cada una de las veces que pasó por donde yo estaba. Y me pregunté: “Quosque tandem?” ¿Hasta cuándo vamos a permitir que abusen de nuestra paciencia, de nuestra honradez? Así que fui en busca del juez árbitro y del juez de la prueba y denuncié.
       En estos últimos días de vorágine personal en los que no había podido repasar y publicar este artículo, ha saltado a la luz pública una escena lamentable: unos padres enzarzados en una pelea y persecución que si ya resulta bochornosa en niños, mucho más lo es en adultos. Y todo ello por un incidente durante un partido de fútbol en el que, al parecer, jugaban los hijos.
       Y entonces me vino a la cabeza el recuerdo de la pataleta de aquel niño. Durante todo ese tiempo yo estuve pensando en lo que, como entrenadora, hubiera hecho yo. Aunque me es difícil saberlo porque jamás me he visto en tal tesitura. Yo no imagino a los padres de mis atletas, los de entonces y los de ahora, comportándose como los de la noticia. Así que mis atletas son –y han sido– dignos hijos de sus padres y nunca han montado un espectáculo como ese. Y alguna vez todos, velocistas y marchadores, han estado en desacuerdo con la decisión de un juez. A mis marchadores también les han sacado avisos e incluso a alguno lo han descalificado. A veces hemos estado de acuerdo con los avisos, otras no. Pero la opinión que vale ahí es la del juez y mi misión es la de conseguir que los marchadores salgan a la pista lo mejor preparados posible, que lo hagan bien y que marchen lo más rápido que les permita la técnica. Así que la opinión de los expertos, es bienvenida. Y así se lo transmito a los chavales.
       Nunca he visto a los padres de mis atletas cuestionar la decisión de un juez, mucho menos insultarle, de manera que sus hijos tampoco lo hacen. Pero si alguno, alguna vez, se hubiera comportado como el niño de la rabieta, seguramente, desde la grada, con una palabra, lo hubiera cortado. Y luego hubiéramos tenido una conversación mi atleta y yo. Y también sé que los padres no interferirían. Sólo en dos ocasiones, hace mucho, mucho tiempo, cuando yo era muy joven, un padre me preguntó por qué había actuado de esa manera y en las dos ocasiones se lo expliqué. Yo soy María Explicaciones porque creo que es una cuestión de respeto hacia el otro, porque creo que se consigue más cuando el otro te entiende y porque el “ordeno y mando” o “los actos de fe” los dejo para otros ámbitos.
       Esas imágenes son de vergüenza ajena. Lo importante allí –y en cualquier evento o entrenamiento deportivo– son los niños y padres y entrenadores debemos trabajar para ayudarles a convertirse en adultos maduros y responsables mientras se divierten y aprenden los valores que da el deporte. Y, desde luego, no es pegándose e insultándose como se consigue.