lunes, 13 de junio de 2016

UNA TARDE PARA ELLOS

      ÉL


      Como cada siete de noviembre, él la esperaba sentado en la última mesa del bar, bebiendo una copa de vino tinto. El mismo bar en el que se conocieron. Una barra a la izquierda de la puerta que llegaba hasta la mitad del local, dos hileras de bancos enfrentados clavados al suelo con las mesas en medio, los altos respaldos que protegen de las miradas indiscretas, una antigua máquina de discos frente a la barra, luz tenue.
      Sus manos apenas podían ocultar la ansiedad cada vez que sobrevolaban las páginas del periódico intentando coger una esquina para pasar la hoja. Sus ojos saltaban de los titulares a la puerta con tanta rapidez que le era imposible saber con certeza ni lo que había sucedido ni lo que estaba por suceder.
      Él llegaba siempre con diez minutos de antelación y ella se retrasaba siempre diez minutos, de manera que aquéllos eran los peores veinte minutos del año.
      Los primeros diez minutos los pasaba imaginándola llegar, tejiendo cada instante de aquella tarde o recordando cada segundo de las tardes anteriores. Su corazón latía acelerado al ritmo de los recuerdos: su sonrisa al llegar, el roce se su piel, su risa juguetona, su mirada invadida por el deseo; y al ritmo de su imaginación: el vaivén de sus caderas al entrar, el nacimiento de sus pechos apenas vislumbrado a través del escote, la antesala del abandono en sus manos. Y un instante después se detenía bruscamente cada vez que la puerta se abría y no era ella.
      Durante los últimos diez minutos, era sacudido por calambrazos de sentimientos. Tan pronto sonreía feliz al imaginarla entrar, como maldecía, un segundo más tarde, la maldita coquetería que cada año le robaba diez minutos de disfrute, o le invadía la angustia imaginando que cualquier calamidad era la culpable del retraso, o se abrumaba por la culpa por haber fantaseado con su muerte, o se encogía de dolor cuando le aguijoneaba la idea del abandono. ¿Y si este año no acudía a la cita?
      Se obligaba a cerrar las puertas de su corazón a la duda contraponiendo imágenes de su amor y su cuerpo reaccionaba a estos recuerdos: se le agitaba la respiración, sus piernas se derretían y notaba como su sangre se agolpaba y fluía desbocadamente casi a la vez.
      La puerta se abrió a las seis y diez. El corazón se le detuvo durante unos segundos y luego aceleró el ritmo para recuperar el latido perdido. Las piernas perdieron definitivamente el tono muscular que le hubiera permitido ponerse en pie. Y sintió la placidez del alivio.

2 comentarios:

  1. Esperando el siguiente impaciente, me dejas a medias jajaja

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    1. Mañana sigo con la historia, no te apures. Aunque me temo que te dejaré también con las ganas, je, je. Durante poco tiempo, eso sí.
      Muchas gracias.

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