viernes, 16 de diciembre de 2016

UN LUGAR PERFECTO V y última parte.

      Ella me miró intentando descifrar mis motivos y debió verlos muy claros porque me contestó:
      -Con una condición.
      -Dime.
       -Que no me cojas de la mano ni me ayudes a levantarme cuando me caiga.
       -Eso son dos condiciones.
       -Bueno, pues con dos condiciones.
       -No tengo intención de cogerte de la mano…, por ahora. Lo de ayudarte si te caes, es más complicado porque tengo por costumbre ayudar a quien está en apuros. Se llama educación. Y espero que si me caigo yo, tú me ayudes.
       Ella me miró divertida.
      -Bueno, yo te ayudaré si te caes aunque lo más probable es que acabemos los dos en el suelo. Pero, desde luego, a ti ni se te ocurra ayudarme porque será lo último que hagamos juntos.
       -Está bien –dije encogiéndome de hombros–, tú ganas.
       Cogimos nuestras toallas y nos encaminamos hacia la playa, seguidos por las miradas curiosas y el intercambio de codazos de la pandilla.
       Nada más llegar a la arena, Elsa cayó por primera vez. Yo metí las manos en los bolsillos y esperé a que se levantara con la misma encantadora gracia que lo hacen los títeres: primero alzó sus caderas hasta superar la línea de sus hombros, dio un pequeño salto para que las yemas de los dedos de sus pies se apoyaran en la arena, que ya empezaba a estar caliente, y despegó sus manos de la arena izando los brazos por encima de su cabeza y luego bajándolos grácilmente hasta dejarlos junto a su cuerpo.
       Entonces me miró. Yo sonreí y saqué mis manos de los bolsillos.
      -Gracias –dijo ella.
      -No hay de qué.
      Seguimos caminando hacia la orilla lentamente y yo tuve que meter mis manos en los bolsillos cuatro veces más.
      -Lo que me extraña –le dije al llegar a la orilla–, es que tengas las rodillas tan bonitas. Las mías están llenas de cicatrices y no me caigo tanto.
       Ella me miró divertida:
      -Soy de buena calidad.
      -¿Nos sentamos? Lo que más me gusta es ver el mar.
       -A mí bañarme y nadar.
       -Bueno, pues déjame que lo mire un rato y luego nos bañamos, que no vas a ganar siempre tú.
       -No soy de cristal.
       -Es evidente. Yo sí.
       Estuvimos mucho rato hablando. Yo le conté por qué estaba allí y por qué no salía de casa. Ella me contó por qué no pensaba quedarse encerrada nunca. Era tan hermosa y tenía tanta fuerza que me enamoré de ella ese mismo día.
        El sol estaba bien alto cuando decidimos bañarnos. Entrar en el mar con ella fue toda una aventura: las olas la derribaban a cada paso, así que la cogí en brazos y corrí con ella contra las olas tan rápido como me permitieron las piernas, saltando cada ola hasta que caímos los dos envueltos en la espuma y la besé. Fue un beso apresurado, apretando mis labios contra los suyos, con la premura que da un beso robado y la inocencia de quien no ha besado nunca antes. Cuando me separé de ella, desvié la mirada avergonzado, pero ella me sujetó la barbilla y me besó. El suyo fue dulce, largo, suave.
       Cuando regresábamos a la urbanización, ella me cogió de la mano.
       -Sujétame bien que no me caiga.
       Ya nunca nos hemos vuelto a soltar. Camino cada día de su mano, yo torpemente y procurando no tropezar con nada porque soy incapaz de escuchar la música que la mueve a ella, siempre de puntillas, con los pies y las rodillas sin perderse jamás de vista y bamboleando las caderas y los hombros con una gracia infinita.

No hay comentarios:

Publicar un comentario